Todos en el salón volvieron a fijar la mirada en Mariana.
Después de cómo reaccionó Silivia, ¿quién iba a creerse que Mariana no sabía absolutamente nada?
—Yo… de verdad no sabía nada —dijo ella, con voz temblorosa—. Si lo hubiera sabido, claro que no les habría permitido hacer algo que lastimara a la señorita Valdés.
Su expresión era la imagen de la inocencia: ojos abiertos, rostro lívido, el tono exacto de quien carga con una injusticia.
Mariana siempre había sido vista como una joven culta, elegante, de familia respetable. Era difícil imaginarla recurriendo a artimañas tan bajas por envidia. Mucho más difícil aún, creer que fuera capaz de ensuciar el nombre de otra mujer.
Pero Silivia y Mónica ya habían sido detenidas. Aunque Mariana lo negara, la sombra de la duda ya la había alcanzado.
—No se preocupe, señorita García —intervino el abogado con calma calculada—. Solo era una pregunta al aire. Sin pruebas, no podemos solicitar que venga a declarar.
Había dicho lo que Sofía le pidió: