Dejé el pastel de carne sobre la larga mesa de roble, y su aroma flotó en el aire como una promesa olvidada, mientras las risas resonaban desde la sala.
Papá, quien normalmente estaba sumergido en reuniones del Consejo Alfa y en la logística de la Manada Cenicienta, se encontraba cómodamente sentado, escuchando con atención mientras Esperanza hablaba entusiasmada sobre su tiempo en la Academia Lupicida.
—Entrenamos bajo la tutela del anciano de la manada, Edmundo —le dijo ella, con ojos brillantes—. Me comentó que tengo los instintos de una Alfa nata, y que era lo suficientemente fuerte para liderar cualquier manada.
Mamá tomó la mano de Esperanza, con los ojos brillando de emoción.
—Mi niña dulce. Has perdido peso, ¿verdad? Necesitas descansar más... demasiado tiempo entrenando debilitará a tu loba y adormecerá tus sentidos.
Diego estaba sentado junto a ellos, aun pelando castañas obedientemente como un sirviente Beta.
Me quedé en silencio en el umbral entre la cocina y la sala, observando, como una intrusa, nunca invitada.
Ese espacio era cálido, brillante, lleno de voces y atención. Pero mi espacio era silencioso, sombrío y olvidado.
La voz de Esperanza se elevó con una dulzura teatral.
—Valeria, ¿por qué te quedas ahí parada? ¿Sigues molesta conmigo por arruinar tu ceremonia?
La conversación se detuvo en seco, y tres pares de ojos me miraron como si fuera un problema que acaba de regresar.
El ceño de papá se arrugó.
—Valeria, ven aquí. No te enfurruñes.
Mamá me dirigió su mirada impaciente, esa que siempre seguía cada vez que Esperanza lloraba.
—Tú fuiste quien escogió esa fecha tan desafortunada. Esperanza acababa de llegar, todos estábamos agotados después de ir al aeropuerto. Lo sabes, ¿verdad?
Entonces vino la puñalada.
—Si vas a ser mezquina con tu hermana, entonces no seas mi hija.
Esperanza jadeó, con los ojos muy abiertos y llenos de falsa preocupación.
—Mamá, no seas tan dura. Valeria se sentirá herida...
Pero su sonrisa burlona decía lo contrario.
Ella conocía la fecha de mi ceremonia. Se la había dicho con una semana de anticipación. Incluso, me había respondido:
«¡No puedo esperar más! Tengo una sorpresa planeada para ti.»
Y, en efecto, me había dado una sorpresa.
Desde que éramos cachorras, Esperanza siempre había logrado convertir cada situación en una prueba, una donde la manada tenía que elegir entre las dos. Y siempre la elegían a ella. Incluso mi pareja lo había hecho.
Debería haber sentido algo: ira, traición, tristeza. Pero en mi interior solo había… calma.
—No estoy enojada.
Esas tres palabras cortaron la tensión como garras atravesando corteza y todos me miraron fijamente. Papá parpadeó, mamá entrecerró los ojos, y Esperanza inclinó la cabeza con un puchero de fingida confusión.
Todos esperaban un berrinche, no la serenidad que demostraba en ese momento. Lo que significaba que… sabían que lo que hacían me lastimaría. Simplemente, no les importaba lo suficiente como para detenerse.
Papá exhaló y forzó una sonrisa.
—Bien. Eso está bien. Somos una manada. No guardamos rencores.
—Por supuesto —le dije, asintiendo con la cabeza con perfecta obediencia.
Era la misma voz que usaba para hablar con los Lobos Ancianos durante los Ritos del Solsticio.
El alivio en sus ojos fue instantáneo, y, rápidamente, dirigieron su atención nuevamente hacia Esperanza.
La cena comenzó.
La criada había añadido varios platos además de mi pastel de carne: patas de cangrejo, vieiras al ajo y limón, todos los favoritos de Esperanza.
—Estás muy delgada —murmuró papá, amontonando comida en su plato.
—Come más. Necesitarás tu fuerza antes de la prueba orquestal —añadió mamá, secándose los ojos nuevamente.
—No te preocupes —intervino Diego, por su parte, con una sonrisa—. Si alguno de esos lobos de ciudad te causa problemas, les arrancaré la garganta.
Esperanza se rio, con su cabello plateado brillando bajo la luz.
—No es necesario. Yo me encargo.
Todos se rieron.
Comí en silencio, pero el calor del pastel de carne no podía descongelar el frío dentro de mí.
Entonces, por primera vez en la noche, mamá me miró, dudó un momento, y, tras tomar una cucharada de pastel de carne lo colocó en mi plato.
—Pruébalo. No pienses que no nos importas solo porque mimamos a Esperanza. También me preocupo por ti.
Sus palabras sonaban... ensayadas. Era como una línea de un guion que había usado demasiadas veces.
Miré la comida por un momento, antes de dejar los cubiertos lentamente.
—No. Estoy satisfecha.
Su expresión cambió, primero sorprendida, y luego irritada.
—¿Qué te pasa últimamente?
Comenzó a decir más, pero, de repente, Esperanza se agarró la garganta, con los ojos muy abiertos.
—Mamá... no... no puedo respirar...
Su voz se quebró, y su respiración se volvió sibilante. Tambaleándose, retrocedió unos cuantos pasos, derribando su silla.
El pánico estalló al instante.
—¡Esperanza! —gritó mamá.
—¿Qué está pasando? —inquirió papá, levantándose levantó tan rápido que la mesa tembló.
Diego ya estaba a su lado, olfateando su cuello y cara en busca de señales de veneno, con sus instintos Beta activándose.
—¡Su olor está cambiando drásticamente, algo anda mal!
Mi corazón latía en mi pecho, no por miedo, sino por la tranquila y retorcida ironía de todo.
En medio del caos, nadie notó que yo permanecía completamente quieta, solo observando.
La voz de Sombra se agitó débilmente en mi mente.
«No se está ahogando, Valeria. Está transformándose. Algo dentro de ella está despertando.»