Dejé clara mi negativa.
Pero no les importó.
Vinieron de todos modos.
Regresé de la patrulla, con las botas todavía cubiertas de polvo y ceniza, solo para encontrarlos esperando fuera de las puertas del Puesto Fronterizo. Eran cuatro sombras que ya no me servían para nada: mi padre, mi madre, Diego... y Carlos.
El núcleo de la Manada Cenicienta.
Sus miradas se iluminaron, como si hubieran encontrado algo que habían perdido.
—¡Valeria! ¡Has vuelto!
Carlos dio un paso adelante primero, antes de que Diego pudiera bloquearlo.
—Tanto tiempo sin verte —me dijo suavemente.
Se veía destrozado, con los ojos inyectados en sangre y las manos temblorosas. Era el tipo de desesperación que solía despertar algo en mí.
Pero ahora, solo me cansaba.
—Lo nuestro se acabó —le dije secamente—. ¿Por qué están aquí?
Su boca se crispó, tratando de contener algo.
—No estuve de acuerdo con eso. Solo fue una pelea.
—No necesito tu permiso para irme.
No levanté la voz. La verdad era suficiente.
Cuando miré más al