Los hombres de Aleksi condujeron a las mujeres dentro de un microbús negro, sellado por dentro, sin ventanas. Las trasladaban a la temida Casa del Bosque, una antigua y apartada fortaleza rodeada de árboles centenarios, que todos conocían como el refugio del lobo más peligroso del país. Nadie osaba siquiera acercarse a esos terrenos. Solo el nombre de Aleksi, el inmortal lobo maldito, bastaba para infundir terror en cualquiera que lo escuchara.
El viaje duró más de seis horas. Durante todo ese tiempo, las mujeres permanecieron con las manos atadas y una capucha cubriéndoles la cabeza. No sabían hacia dónde las llevaban, pero el silencio de los hombres armados que las custodiaban dejaba claro que no debían hacer preguntas.
Mientras tanto, Aleksi ya se encontraba en su mansión, gracias a su don de teletransportación. Sentado en su gran sillón de roble negro, sostenía una copa de vino rojo encantado, con un dejo de aburrimiento en su mirada dorada. En cuanto escuchó el rugir lejano del microbús al llegar, se puso de pie lentamente. Había llegado el momento.
Sus hombres entraron al gran salón, cargando a las mujeres aún con las capuchas puestas. Aleksi ordenó que las llevaran a una habitación separada, donde debían ser alimentadas, bañadas y vestidas apropiadamente antes de que él siquiera las viera.
—No pienso succionar sangre de mujeres sucias —dijo con asco, deslizándose por el pasillo como una sombra, su túnica dorada arrastrándose sobre el mármol negro del suelo. Cada vez que debía hacer el ritual usaba esa túnica.
Uno de sus hombres de confianza, se acercó a él con expresión seria.
—Señor, hay algo que debe saber. Una de las mujeres… la de cabello negro... no ha sido afectada por la droga. Es la única que permanece completamente consciente. Según los informes del señor Ricardo y de la chica que la entregó, es terca, rebelde… imposible de controlar.
Aleksi arqueó una ceja, visiblemente intrigado.
—¿Una simple humana resistiendo la magia de Linazai? —susurró para sí—. ¿Y también esa droga? Fascinante…
La curiosidad lo atravesó como un rayo. Ese tipo de resistencia no era común. Era prácticamente imposible. Pero ordenó que ella fuera la última. Quería guardar ese misterio para el final, como se guarda el postre más exótico.
Mientras tanto, una a una, las mujeres fueron llevadas a una habitación ceremonial. Era oscura, con paredes cubiertas de símbolos antiguos, y una sola lámpara cálida en el rincón. Una música suave sonaba de fondo, distorsionada, como si viniera del fondo del infierno. Aleksi las esperaba allí, en pie, con su túnica dorada, su copa en una mano y sus colmillos ocultos tras una sonrisa tranquila.
No era un vampiro, pero una maldición caída sobre él hacía siglos lo condenaba a beber sangre humana durante la luna llena y, en ocasiones, durante la luna roja. Un castigo cruel que lo obligaba a parecerse a aquello que despreciaba. No disfrutaba del acto. No por completo. Pero era la única manera de mantener su poder y sobrevivir en el mundo al que ahora pertenecía. Los otros lobos compraban mujeres en la subasta para aparearse, para tenerlas como esclavas, pero él… él solo necesitaba unas gotas de su sangre. Y aun así, detestaba el ritual.
La primera mujer fue traída. Al entrar, temblaba de miedo. Apenas logró verla, Aleksi usó su magia para callarla y atraerla hacia él. Sus ojos dorados la hipnotizaron. Ella quedó inmóvil, presa del hechizo. Cuando él hundió sus colmillos en su cuello, la mujer se estremeció de horror a pesar de estar bajo el embrujo. Aleksi bebió solo lo necesario y luego le cerró la herida con un leve toque en la piel. La mujer apenas alcanzó a mirarlo con terror antes de desmayarse. Él chasqueó los dedos, y uno de sus sirvientes la retiró.
Y así, una tras otra, fueron entrando. Todas salían pálidas, sin fuerzas, en silencio.
Hasta que llegó el turno de la última.
Los hombres la arrastraban a la fuerza. Se resistía con todas sus fuerzas. Pataleaba, gritaba, se aferraba a los marcos de las puertas. Su cabello negro azabache caía desordenado sobre su rostro sudoroso, y su mirada brillaba con rabia pura.
Cuando por fin lograron encerrarla dentro de la habitación, Natasha miró alrededor, agitada. El ambiente era opresivo, la luz tenue, el aire cargado. Alcanzó a ver a un par de chicas inconscientes en el pasillo por el que había entrado, pálidas como la nieve, sin siquiera fuerza para hablar.
—¿Qué les hizo? —murmuró, con un nudo en la garganta.
Caminó en círculos dentro de la inmensa sala de la habitación, con las manos apretadas en puños. No iba a permitir que aquel hombre la tocara. Era repugnante, un monstruo. ¿Cómo podían los humanos vender mujeres como ganado? ¿Qué clase de bestia era este hombre?
Cuando Aleksi salió del cuarto de baño el aire pareció volverse más denso. Su presencia lo llenaba todo. Natasha lo miró con odio, pero también con un terror profundo. Nunca había visto a alguien con esa mirada… ojos dorados. Se preguntó si existía tal cosa, o quizá la droga que le pusieron ya estaba dando efecto.
—Eres diferente —dijo él, con voz baja, profunda—. Puedo sentirlo desde aquí. Qué interesante.
Y no solo eso, esa mujer tenía algo que las demás no.—Aléjate de mí —escupió ella, retrocediendo.
Él sonrió. No una sonrisa amable, sino una que helaba la sangre.
—Grita si quieres. Aquí nadie escucha.
Y dio un paso hacia ella.
Asustada, comenzó a patalear con desesperación, pero él la sujetó con fuerza, inmovilizándola. Su mirada fría la recorrió de arriba abajo antes de pronunciar unas palabras que helaron su sangre.
—¡Suéltame escoria!—grito con terror.
—Así que tú eres la desobediente… La que no se deja manipular —murmuró con una sonrisa torcida, como si hubiese encontrado un reto interesante—. Eso es lo que eres, ¿no? ¿Cómo te atreves a desafiarme?
—¡Suéltame, por favor! No me haga daño. Tenga... tenga un poco de piedad —suplicó ella, con la voz temblorosa, sus ojos vidriosos fijos en los suyos.
El hombre no respondió de inmediato. La observó con detenimiento, como si algo en ella lo desconcertara. De pronto, un olor familiar llegó a su olfato. Cerró los ojos, aspirando profundamente.
Gardenia.
Ese aroma. Era el mismo que envolvía sus tierras, aquel que brotaba en sus tierras y que tenía un secreto. Abrió los ojos lentamente y se inclinó hacia ella, inspirando una vez más su esencia. Un deseo salvaje se apoderó de él, algo que no comprendía. Sin decir palabra, la levantó con facilidad entre sus brazos y la arrojó sobre la cama con un movimiento seco.
—¿Qué está haciendo? —gimió ella, aterrada—. ¿Por qué me hace esto? ¿Va a abusar de mí? Dígame... ¿va a violentarme?
Él la observó en silencio unos segundos. Sus pupilas brillaban con un resplandor sobrenatural. Luego habló con voz grave:
—La verdad, no pensaba hacerlo. Pero de repente… siento una extraña atracción —confesó mientras sentía cómo su cuerpo reaccionaba de forma involuntaria. Su miembro comenzó a endurecerse bajo el pantalón. —¿Qué tenía esa mujer que no tenían las demás?— Pensó nuevamente.
Se inclinó sobre ella, su lengua trazó una línea lenta sobre su cuello, bajando hasta la blusa de escote provocándole un estremecimiento. Ella intentó apartarse, pero no podía competir contra la fuerza monstruosa de aquel ser. Él estaba a punto de ceder al deseo, pero algo lo detuvo en seco.
Un lunar.
Justo debajo del pecho izquierdo de la chica, un pequeño lunar de color rojo intenso, con la forma precisa de una media luna. Sus ojos se abrieron con asombro. Retrocedió un paso. Por un momento, el poder que fluía en su interior se agitó violentamente. Algo no estaba bien.
La mujer, aún temblando, lo miró con miedo, sin comprender lo que sucedía. Él murmuró unas palabras en un idioma arcano, invocando su hechizo para someterla, para doblegar su voluntad como lo había hecho con las demás.
Pero nada sucedió.
El hechizo simplemente no funcionaba.
—¿Qué eres tú? —murmuró él, entre dientes, con una mezcla de frustración y desconcierto—. ¿Por qué no puedo controlarte? ¿Por qué demonios mi hechizo no te atrapa?
—¿Hechizo? ¿Usted es un brujo? ¡Eso no existe! —gimió ella, sin dejar de temblar—. No entiendo nada…
—Eres muy perspicaz… y molesta —respondió con voz baja.
Volvió a tocar su rostro, pero nuevamente, su poder se desvaneció como polvo entre los dedos. No podía leer su mente, no podía entrar en sus pensamientos. Con las otras nueve mujeres todo había sido fácil: sumisión, obediencia, silencio. Pero con esta chica… todo era diferente. Y eso lo desesperaba.
Sin embargo, no tenía opción. Ella era la última. Debía completar el ritual. Debía beber su sangre. Con los colmillos al descubierto, se acercó velozmente a su cuello. Ella gritó al sentir un ardor punzante, como fuego líquido corriendo por sus venas.
Apenas una gota de sangre tocó su lengua y el mundo pareció estallar.
Una corriente eléctrica recorrió todo su cuerpo, haciendo que cada músculo se tensara y su mente se inundara de imágenes extrañas, visiones que no comprendía. Sintió su poder elevarse, duplicarse, triplicarse… Su magia se expandía sin control, amenazando con consumirlo desde dentro. Nunca había sentido algo así.
Se apartó de golpe, jadeando, su cuerpo temblando por la intensidad del poder absorbido. Con una mano, cerró la herida en su cuello para evitar matarla. No podía perderla. No ahora. No después de lo que acababa de probar.
La chica cayó al suelo, hecha un ovillo, llorando con el rostro entre las manos. El miedo la envolvía por completo, como una sombra pegajosa. Él la observó en silencio, aún atónito.
¿Qué era ella?
¿Qué tenía de especial su sangre?
¿Por qué no podía controlarla… y, sin embargo, no podía dejar de desearla? Sin embargo no podía beberla la sangre, era peligrosa.
No tenía respuestas. Pero una cosa era segura: aquella mujer no era como las demás. Esa mujer no era una humana común y corriente.