Las farolas del jardín proyectan círculos amarillentos sobre el asfalto mojado, reflejos distorsionados que bailan con la brisa nocturna. El aire huele a tierra húmeda y a jazmín, el aroma del jardín trasero que se cuela por las ventanas entreabiertas del todoterreno. Salgo primero, mis sandalias de tiras finas rozan el cemento mientras ajusto el bolso de mano. El vestido strapless, plateado, se pega a sus curvas como una segunda piel y resbala levemente sobre mis caderas al avanzar.
Alexander cierra la puerta del auto con un golpe seco y me alcanza en dos zancadas. No hay palabras. Sus dedos se entrelazan con los míos antes de que pueda reaccionar, tirando con una urgencia que no admite dudas. El contacto es eléctrico, como siempre la aspereza de su palma contra la suavidad de la mía, el calor que se transmite a través de ese punto mínimo de unión. Subimos los escalones del porche de madera, que crujen bajo mis tacones pies descalzos. Me quito las sandalias cuando Alexander gira la l