El fin de semana había llegado, y con él, la estancia en la casa de campo de los Richmond. Alexander y yo estábamos terminando los últimos preparativos. El aire estaba plagado de incertidumbre. Mel y Max nos miraban desde la puerta, con esa mezcla de emoción y nostalgia que siempre acompaña las despedidas.
—¿Tienen todo? —preguntó Mel, mientras revisaba por tercera vez el equipaje.
—Todo en orden —respondí con una sonrisa—. No te preocupes tanto, amiga.
Richard llegó justo en ese momento, impecable como siempre, con ese aire relajado que lo caracterizaba. Se bajó del coche y saludó con un movimiento de cabeza.
—Hora de llevarme a mis acompañantes —dijo, mirando a Mel y a Max con una sonrisa amplia.
Alexander estrechó su mano y le dio una palmada en el hombro.
—Te encargo mucho a mi hijo, Richard. Cualquier cosa, sólo tienes que llamarme.
—No tienes que preocuparte por nada, Alex —contestó él, seguro—. Todo estará perfecto.
Me acerqué y abracé a Mel con fuerza.
—Cuídense mucho, ¿sí