El silencio que nos envolvía era pesado, casi asfixiante, pero no más que la presencia del hombre que tenía frente a mí.
— ¿Quién iba a imaginar que lograrías un gran aporte con este accidente? —Su voz rompió la quietud con una burla que me recorrió la piel como una brisa helada. Arrastraba las palabras con lentitud, como si disfrutara degustándolas antes de escupirlas con veneno.
Levanté la mirada, obligándome a enfrentar sus ojos oscuros, esos que siempre parecían analizarlo todo con un cálculo perverso. No podía permitir que viera el temblor en mis manos ni el nudo que se apretaba en mi garganta. Sabía con quién estaba tratando. Desde niña, lo había observado desde las sombras, aprendiendo que era un hombre al que nadie le decía que no, que conseguía lo que quería sin necesidad de alzar la voz ni ensuciarse las manos.
Él. Nadie más que el famoso señor Montenegro, padre de Leonardo.
Su sola presencia alteraba el aire de la habitación, haciéndolo más pesado, más denso. Tenía ese tipo