—¿Tú? —espeto, frunciendo el ceño, sintiendo cómo la sangre me sube a la cabeza.
Leonardo levanta su mirada. Su expresión se transforma al verme. Ya no hay sorpresa, sino molestia.
—¿Qué haces aquí? —responde con el mismo tono ácido, cruzando los brazos.
—Lo mismo me pregunto —digo, conteniendo el impulso de acercarme.
—Andrea no te necesita —espeta, como si tuviera algún derecho a decidir eso.
—¿Y a ti sí? —respondo, dando un paso hacia él.
—¡Por supuesto que sí! —su voz retumba en el recibidor.
Damos un paso más el uno hacia el otro. La tensión es tan densa que casi se puede cortar. Me arde el pecho, siento que en cualquier momento estallo. Pero justo cuando voy a decir algo más, el sonido de unos pasos rompe el silencio como un relámpago en plena noche.
Nos giramos al mismo tiempo.
Andrea aparece en lo alto de la escalera. Luce tan frágil, tan pálida, como si fuera una sombra de sí misma. Está envuelta en una bata blanca, los ojos cansados. Mi corazón se detiene un segundo. Al verl