—¿Eres tú...? —mi voz se quebró en el filo del asombro—. ¿Camila?
Ella asintió, y lo hizo con una sonrisa suave, serena, como si el tiempo no hubiera pasado para ella.
—Te tomó menos de un segundo reconocerme.
Me quedé observándola unos segundos, los suficientes para notar que sus facciones habían madurado, pero sus ojos seguían siendo los mismos. El mismo tono avellana. La misma mirada franca.
La invité a sentarse con un ademán; mientras yo también tomé asiento, aun intentando asimilar su presencia. Mi mente corría, buscando conectar los puntos entre la niña que había sido mi amiga un verano, y esta mujer elegante que tenía ahora frente a mí.
—No te había visto desde...
—Desde que éramos niños —terminó ella por mí, con la misma certeza con la que solía enfrentarme sin miedo alguno.
—No pude despedirme de ti —dije al fin, con una torpeza que no me reconocía—. Fue todo muy repentino. Ni siquiera sabía que era un Montenegro hasta que me lo dijeron… y me pidieron olvidar a todas las pers