Pasé una mano por el rostro, intentando borrar la tensión que me crispaba los músculos. Me incliné hacia ella, manteniendo mi voz baja y firme:
—Ni se te ocurra.
Sus labios se curvaron en una sonrisa triunfal.
—Por esta vez lo dejaré pasar —agregué, sin apartar la mirada de la suya—. Fingiremos que hemos venido juntos.
No necesitaba decir más. Su sonrisa se amplió, una de esas sonrisas que en otro tiempo podría haber confundido con ternura, pero que ahora solo veía como lo que realmente era: un gesto calculado. Deslizó su brazo alrededor del mío con una naturalidad ensayada y nos abrimos paso entre los invitados.
Mi mirada recorrió la sala, filtrando las conversaciones, las risas y el tintineo de copas que se alzaban en brindis. Y entonces la vi.
Andrea.
El mundo pareció ralentizarse en ese instante.
El aire se espesó en mis pulmones, y por un segundo olvidé cómo respirar. Su vestido, ceñido con una precisión milimétrica, acentuaba cada curva con una elegancia que no necesitaba de art