La noche se alzaba fría y silenciosa mientras un convoy de vehículos negros avanzaba hacia el galpón situado en las afueras de la ciudad. El lugar, apenas iluminado por unas pocas luces de seguridad, era el último bastión operativo de Diego Ruffo. Enzo, al frente del grupo, observaba con frialdad a través del cristal del auto. Roque, sentado a su lado, revisaba el plano del lugar una última vez.
—Es el último —dijo Roque, rompiendo el silencio.
—Lo vamos a destruir —respondió Enzo, con la voz firme.
En la camioneta que seguía al auto principal, Emilio, Mateo, Paolo y Massimo ajustaban sus armas mientras discutían en voz baja.
—Nunca pensé que sería tan fácil arrinconarlo —comentó Massimo, cargando su pistola.
—No subestimes a un hombre como Diego —respondió Paolo—. Siempre tienen algo bajo la manga.
—Eso no importa ahora. Está acorralado. No tiene dónde esconderse después de esto —añadió Mateo.
Roque miró a Enzo antes de bajar del vehículo.
—Vamos a acabar con esto rápido. No sabemos