El bar estaba vacío, salvo por los cinco hombres que permanecían en su interior. Las luces tenues y el aroma a madera vieja creaban una atmósfera sofocante. Enzo, sentado en un rincón apartado, bebía sin pausa, su mano aferrada al vaso como si fuera lo único que lo anclaba al mundo. Emilio, Massimo, Mateo y Paolo lo observaban desde la barra, intercambiando miradas de preocupación. No era común ver al imponente Enzo Bourth en ese estado: ausente, derrotado, consumido por algo que parecía más que simple frustración.
La escena era desconcertante. Enzo, quien solía proyectar una imagen de control y autoridad implacable, ahora se encontraba desmoronado frente a ellos, refugiándose en la bebida. Los intentos de los hombres por acercarse y preguntarle qué sucedía fueron recibidos con silencio o con evasivas cortantes. Cada respuesta o falta de ella alimentaba aún más su desconcierto.
—Déjenme en paz —murmuró Enzo en algún momento, sin levantar la mirada del vaso.
Las horas avanzaban, y el p