Un mes después de que el príncipe, Zadkiel cumplió sus diesiochos años fue asignado a un grupo para ir en representación de Aleckey a la manada Aelis. Ubicada muy cerca de una montaña nevada y lo peor en la temporada de nieve por todo el continente. El viento del norte traía consigo el aroma de esos picos blancos, mezclado con la humeda del bosque cubierto de hielo.
Zadkiel caminaba junto a Endel, quién como su padre se convertiría en el beta del príncipe cuando acendiera a rey. Junto a ellos un grupo de diez lobos que escoltaban al heredero, el cual a pesar del frío invierno sentía que cada parte de su piel se quemaba.
Sus sentidos se habían agudizado al punto del dolor. Cada sonido era como un zumbido en sus oídos; cada olor se volvía abrumador. Y en su pecho, algo latía como una bestia atrapada, arañando con garras invisibles su voluntad. El calor recorría su espalda, bajando por su abdomen, y cada vez que respiraba… era peor.
—¿Zadkiel? —preguntó Endel, notando su ceño fruncido.
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