Al amanecer, cuando el cielo aún era una mancha naranja, con la promesa del inicio de un nuevo día, los cincuenta hombres se reunieron al borde del bosque. El aire era denso, cargado de la humedad de la bruma, que se arrastraba entre las raíces como una criatura viva. La tierra olía a musgo, a corteza mojada, con una tensión que se respiraba en cada pecho, que hacía vibrar cada músculo de los lobos allí presente.Aleckey lideraba la marcha. Alto, imponente, vestido con pieles oscuras y la mirada tan firme como el acero que colgaba de su cintura. A su espalda, Andras y Alastair caminaban con paso resuelto. El primero, silencioso como un lobo al acecho; el segundo, con la trenza sobre la espalda ondeando al ritmo del viento, y esa cicatriz sobre la ceja que parecía brillar.Nadie habló. No hacía falta. Los lobos se movían como una sola unidad, sincronizados por la formación que adoptaron desde jóvenes. Cada uno sabía por qué estaban allí. Cada uno conocía los nombres de los caídos, los
Cuando Aleckey cruzó la puerta de la habitación, Calia dormía profundamente. El cabello revuelto se esparcía sobre la almohada como un velo blanco, y a su lado, el pequeño Zadkiel descansaba envuelto en una manta cálida, con los labios entreabiertos y la respiración tranquila.Aleckey cruzó la habitación sin hacer ruido. Se detuvo frente a la cama y observó a los dos seres que daban sentido a cada una de sus mañanan. Luego, con una ternura que contrastaba con la fiereza que había cargado durante la noche, se inclinó y tomó con cuidado al niño entre sus brazos, Zadkiel gimió levemente en sueños, pero no despertó, Aleckey lo depositó en su cuna, arropándolo con delicadeza y asegurándose de que estuviera cómodo antes de volver a alzarse.Se despojó de la ropa sin prisa. Cada prenda caída al suelo marcaba el cierre de un ciclo, la descarga del peso de su día. Cuando finalmente quedó desnudo, subió a la cama y se acomodó detrás de Calia, rodeándola con sus brazos y pegando su cuerpo al de
—¿Le puedo decir algo, Corinne? —preguntó Alastair mientras caminaban juntos por un sendero improvisado en medio del bosque. Sus pasos crujían apenas sobre las hojas secas, y el aire matinal olía a tierra húmeda y savia.Corinne, que recogía con delicadeza un poco del costado de su vestido para cruzar un pequeño riachuelo sin mojarse, asintió con una sonrisa leve y tranquila en los labios.—Por supuesto —masculló, sin detenerse.Alastair la observó en silencio unos segundos, como si buscara la forma correcta de abordar un tema que lo atormentaba más de lo que quería admitir.—¿Qué opinas sobre la relación de tu antigua hermana de fe, Calia, con uno de los nuestros?Fue directo, sin rodeos, como solía hacer cuando el miedo al rechazo amenazaba con devorarlo desde dentro.Corinne se detuvo un instante para acomodar el dobladillo del vestido que había rozado el agua y luego volvió a caminar con calma, como si meditara sus palabras con sumo cuidado.—Creo que el Señor siempre obra de mane
Las puertas del dormitorio se abrieron con un leve chirrido, y el aroma a tierra, sudor y aire matutino se coló junto al alfa Dimitri, quien entró con el torso desnudo, la piel perlada por el sudor del entrenamiento, el cabello húmedo pegado a la frente, y una toalla blanca colgando de su cuello. Aún respiraba con cierta agitación, y su mirada se dirigió de inmediato al centro de la habitación.Aria estaba sentada en medio de la cama, con las piernas cruzadas y envuelta en una bata de satén azul claro que brillaba con la luz filtrada entre las cortinas. Su postura era recta, pero sus manos jugueteaban con el borde de la tela sobre su regazo. Tenía los labios apretados y la mirada baja, como si llevase horas pensando.Dimitri frunció el ceño con suavidad, deteniéndose a pocos pasos de ella.—¿Todo bien, mi luna? —preguntó con voz baja, mientras dejaba la toalla sobre una butaca cercana.Ella alzó la vista con lentitud. Sus ojos lo buscaron, y en ellos no había temor, pero sí una incert
La tarde se filtraba con suavidad a través de los ventanales de la sala principal, donde los rayos del sol danzaban sobre las alfombras y las columnas de piedra, Calia se encontraba sentada en un sillón junto a Aleckey, observando a Zadkiel jugar con unas piezas de madera sobre el suelo. Tenía apenas cinco años, y aunque su mundo estaba sumido en oscuridad, sus manos pequeñas eran curiosas, inquietas, decididas a conocer cada rincón de la mansión que no podía ver.Un gruñido suave brotó de sus labios cuando una de las piezas se le escapó de entre los dedos. Se inclinó para alcanzarla, pero en su afán tropezó con el borde de la alfombra. Cayó al suelo con un golpe sordo y breve.—¡Ah! —gimió Zadkiel, y de inmediato comenzó a llorar—. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Ayúdenme! ¡Me caí!Calia se irguió al instante, su instinto maternal empujándola a levantarse. Dio un paso, pero Aleckey la sujetó suavemente del brazo. Ella lo miró con el ceño fruncido, confundida, pero él negó con la cabeza. Sus ojos, fir
—¿Este es el príncipe? —espetó con desdén, lo suficientemente alto como para que los demás escucharan—. ¿El futuro de nuestra especie? Un ciego que ni siquiera puede encontrarme aunque hable.El sol aún no había alcanzado su pico máximo, pero la explanada de entrenamiento ya ardía bajo los pasos de los jóvenes lobos. Entre ellos, el príncipe Zadkiel, con apenas diez años, se mantenía de pie en el círculo central. Sus ojos, vacíos de visión pero llenos de determinación, se movían erráticos, guiados por el sonido, el olfato, el instinto.Frente a él, un adolescente de catorce años, más alto, más corpulento, con la sonrisa torcida y los brazos cruzados, lo observaba con burla.Una risa se extendió por los bordes del círculo, Zadkiel frunció el ceño. Sabía que lo observaban, que esperaban verlo fallar. Sus manos pequeñas se cerraron en puños, y aunque su labio inferior temblaba, no retrocedió.—Estoy listo —dijo, firme.—¿Listo para qué? ¿Para caer? —El adolescente dio un paso adelante y
—¡Esta noche no fallaremos! —rugió Alfa Aleckey, su voz resonando como un trueno en la oscuridad del bosque. Sus ojos dorados brillaban con una ferocidad que helaba la sangre—. No volveremos con las manos vacías.—¡Sí, mi alfa! —respondieron los lobos a su alrededor, sus aullidos rompiendo el silencio de la noche. Solo un instante, las sombras de sus cuerpos se movían en sincronía, una danza letal de depredadores al acecho.A la cabeza de la manada, un lobo de pelaje rojizo lideraba la cacería. Su cuerpo era imponente, músculos poderosos se flexionaban bajo su grueso pelaje mientras se deslizaba con una velocidad imposible entre los árboles. Era Aleckey Strong, el rey alfa, el lobo más poderoso del reino. Los acompañantes de Aleckey, guerreros leales, lo seguían con disciplina. Sus cuerpos se movían en sincronía, una danza de sombras y fuerza que hacía temblar a cualquier criatura del bosque. La sangre de la cacería hervía en sus venas, pero esta noche no buscaban carne. No, es
Calia despertó con el cuerpo entumecido, un dolor punzante en el cuello y un calor sofocante envolviéndola. Parpadeó varias veces hasta que su visión borrosa comenzó a aclararse. Estaba tumbada sobre algo blando y cálido, cubierta por gruesas pieles de oso que desprendían un fuerte aroma a bosque y sangre. Su respiración se aceleró al recordar lo último que había sucedido.El ataque.El hombre de cabello rojo.Los colmillos hundiéndose en su piel.La marca ardiente que ahora latía en su cuello como una herida fresca.Calia se incorporó de golpe, soltando un quejido cuando el dolor la atravesó como un cuchillo. Se llevó una mano temblorosa a la zona afectada y sintió la carne sensible, el leve relieve de los colmillos grabados en su piel. Su corazón martilló con más fuerza contra su pecho.—No… no… —susurró, mirando a su alrededor.El campamento era rudimentario: una fogata central crepitaba, desprendiendo un aroma a leña y carne asada, y varias pieles estaban dispuestas en el suelo. A