La campanilla de la puerta sonó con un tintineo leve, casi inocente, como si no supiera que estaba a punto de cruzar un campo minado emocional.
Clara alzó la mirada justo a tiempo para ver entrar a Gonzalo, seguido por Mateo. El estómago le dio un vuelco traicionero. Paula, que estaba tras la barra, soltó una risa ahogada y murmuró:
—Madre del amor hermoso, ¿qué comen para verse así?
Martina no fue más sutil.
—Yo no sé si quiero un bizcocho o que me horneen entre los dos —dijo en voz baja, sin apartar la vista de Mateo.
Gonzalo, impecable incluso en fin de semana, llevaba un jersey azul marino que realzaba el tono de sus ojos. Se notaba tenso, contenido, aunque lo disimulaba bien. Mateo, en cambio, entró como quien se siente en casa: sonrisa ladeada, manos en los bolsillos y la confianza de quien sabe que encaja.
—¿Interrumpimos la reunión de brujas? —preguntó él, guiñándole un ojo a Martina.
—¿Y si fuera así? —replicó ella, alzando una ceja.
—Pues me encantaría ser hechizado —dijo Mat