Deslizó la mano hasta el borde de sus braguitas de algodón, abriéndose paso con lentitud hacia la tibia humedad que lo llamaba como un secreto apenas guardado. La suavidad de su piel, la manera en que su cuerpo se estremecía con cada roce, lo enloquecía.
Ella lo deseaba. Se notaba en cada suspiro contenido, en la forma en que se rendía bajo su tacto. Y él… estaba perdiendo la batalla contra sus propios límites.
Comenzó a desvestirla con manos firmes, pero reverentes, como si quitarle la ropa fuera un ritual. La necesidad de verla completamente desnuda —suya, entregada— amenazaba con arrasar cualquier vestigio de autocontrol. Se incorporó un poco, para contemplarla. Estaba allí, expuesta, como una ofrenda silenciosa sobre un altar.
Entonces sacó del bolsillo la cajita y la abrió. Clara jadeó al verla. La joya brilló bajo la tenue luz del velador, proyectando reflejos suaves en la pared. Cerró los ojos, intentando calmar la revolución que se desató en su interior.
Gonzalo se aflojó la co