Faltaban cinco minutos para las ocho de la mañana. Gonzalo ajustó el nudo de su corbata por quinta vez desde que salió del ascensor. Sus pasos, firmes, pero tensos, resonaban por el pasillo de mármol que conducía al despacho de su abuelo. Desde hacía días, una opresión le pesaba en el pecho, pero esta mañana era diferente. El mensaje de don Rafael la noche anterior lo había dejado intranquilo. No era solo una cita de rutina. Era algo más.
Tocó la puerta.
—Adelante —dijo la voz al otro lado, grave como siempre.
Al entrar, se encontró con su abuelo de pie, junto a la ventana, sosteniendo una taza de café sin beber. Había algo en su postura que no encajaba con la serenidad habitual, una rigidez diferente.
—Siéntate, hijo.
Gonzalo obedeció sin decir palabra. Don Rafael caminó hacia el escritorio y abrió una carpeta. La misma que Gilberto había entregado horas antes. Pero Gonzalo aún no lo sabía.
—¿Recuerdas cuando me preguntaste si confiar era una debilidad? —dijo el anciano sin levantar