La lámpara colgaba del techo, lanzando un círculo de luz titilante sobre el suelo de cemento. El resto de la habitación era sombra: paredes de hormigón sin pintar, humedad incrustada, olor a metal y sudor viejo. Marco había perdido la cuenta de cuántas horas llevaba allí. O días. El tiempo se medía en latidos y en el dolor impreciso de los músculos entumecidos.
Las muñeca le ardía (sí, una sola, porque carecía de una mano) donde la correa de cuero se clavaba en la piel. Se había movido, había probado fuerza, palancas, torcer hierro con pura rabia. Nada había cedido. Las piernas atadas a las patas de la silla le cortaban la circulación. Sentía los pies medio dormidos. La cabeza, no.
La cabeza estaba demasiado despierta.
Erika.
Cada minuto que pasaba sin saber dónde estaba la veía en un sitio distinto: en una furgoneta, en una habitación como la suya, en un barco, en una jaula, entre manos que él no quería imaginar. Cada posibilidad era un disparo seco en su pecho.
La puerta se abrió con