La lluvia golpeaba los ventanales como un metrónomo discreto. La casa segura estaba en Minato, en una calle secundaria, detrás de un portón anónimo y un garaje con puertas de acero. Habían llegado hacía pocas horas en un vuelo privado que tocó pista a medianoche (Hora local). Dos autos sin distintivos los recogieron en Haneda y los dejaron allí, en esa propiedad silenciosa prestada por viejos aliados que nunca se llevaron bien con la Yakuza. Nada de logos, nada de recuerdos en las paredes: sólo madera clara, olor a té reciente y una alfombra que apagaba los pasos.
Dante y Fabio se habían quedado en Calabria. Él, conteniendo el impulso de cruzar el mundo; Fabio, sosteniendo la red y los teléfonos. Allí mandaba Svetlana, con Asgeir a su lado. Y estaban también Gianluca y Alexei, que insistieron en ir aunque su madre se opuso hasta el último minuto. Sumaban diez hombres más, los mejores del clan Bellandi: discretos, entrenados, con las miradas atentas y los nervios fríos.
La sala princip