Erika tenía el cuaderno abierto sobre las piernas y el lápiz sostenido entre los dedos, pero llevaba varios minutos sin escribir nada. La luz suave de la tarde entraba por la ventana, filtrándose entre las cortinas de tela clara y dibujando líneas cálidas sobre el tatami.
Se obligó a escribir algo. Palabras sueltas. Sin orden.
Intentaba concentrarse. De verdad lo intentaba.
Pero su cabeza volvía una y otra vez a lo mismo.
A él.
Recordó sus ojos. Negros. Profundos. Inquietantes, pero no fríos. Recordó el modo en que llevaba el cabello recogido, la coleta alta, algunos mechones escapando y cayéndole sobre la nuca. Recordó el movimiento de sus manos cuando se abotonaba la camisa, y cómo sus brazos tenína fuerza, sí, pero no la de un hombre que solo conoce la brutalidad, sino la fuerza entrenada, pulida.
Lo recordó desnudo.
Un calor inesperado subió a su pecho, como una oleada que la tomó por sorpresa.
—Maldita sea… —murmuró, cerrando los ojos y llevándose la mano a la frente.
No tenía se