La noche comenzaba a caer sobre Reggio Calabria. En el despacho principal, con sus columnas de mármol blanco y el enorme ventanal que daba a los jardines, se respiraba una mezcla de incienso sutil y el perfume amaderado del licor caro. La brisa movía levemente las cortinas, y una bandeja con sobres color marfil descansaba sobre la mesa de roble pulido.
—Las invitaciones ya están listas —anunció Fabrizzio al entrar, colocándolas con cuidado—. Se enviarán a primera hora de mañana.
Dante alzó la mirada desde el sillón de cuero donde se había recostado, con una copa en la mano y la chaqueta desabotonada. El anillo con el escudo Bellandi brillaba en su dedo.
—Perfecto. Que no falte nadie —dijo con una sonrisa—. Quiero a todos los que han estado conmigo en los buenos tiempos y en los malos. Que vengan. Que celebren.
Fabio estaba de pie junto al ventanal, con el ceño fruncido, los brazos cruzados y el corazón latiéndole con fuerza. Su intuición no lo dejaba en paz.
—No creo que sea buena ide