El corredor olía a desinfectante y metal. Las luces fluorescentes colgaban sin piedad del techo, zumbando como insectos en una noche de verano, proyectando sombras duras que rasgaban la piel de la memoria. Los pasos de los guardias resonaban como martillazos en la losa, ajenos a la historia que cargaba el hombre de traje naranja que caminaba en medio de ellos.
Fabio se movía sin prisa, con la barbilla alta y la mirada pegada al suelo, como si fuese capaz de desenterrar la lealtad caminando una línea recta. El mono naranja no le sentaba; era una segunda piel impuesta, algo que lo igualaba a miles de cuerpos más, pero su porte era otro: no estaba roto. Las esposas mordían sus muñecas, pero lo que más le pesaba no eran las cadenas, sino el tiempo detenido desde aquel día en que lo arrancaron del mundo que conocía.
Lo guiaron por una puerta que chirrió y dejó pasar una humedad más caliente, un cuarto donde las mesas metálicas y las sillas ancladas hablaban de conversaciones que no podían