Dos meses después...
La casa estaba sumida en la penumbra, el único sonido que acompañaba sus pasos era el eco de sus botas resonando en los pisos de madera envejecida. Dante avanzaba lentamente, cada paso marcado por un peso implacable en su pecho. La rabia burbujeaba dentro de él, haciendo que el aire a su alrededor pareciera más denso que nunca. Las sombras parecían alargarse, como si las mismas paredes intentaran escapar de la furia que él emitía. En su mente retumbaban las palabras que había oído sobre ese malnacido, ese traidor que había comenzado a actuar por su cuenta.
«Me ausento un par de meses y se creen con el derecho de hacer los que le da la gana», pensó, apretando los dientes mientras recorría el pasillo angosto.
Puccini. Ese maldito idiota. El estúpido que pensó que podría traicionar las reglas más sagradas, las únicas reglas que Dante jamás habría permitido quebrantar. En su mundo, todo tenía su precio, pero había líneas que no se cruzaban: el tráfico humano, la explo