La casa estaba en completo silencio, excepto por el leve zumbido de las máquinas al costado de la cama. La noche había caído hacía horas, y todo estaba cubierto por un velo de oscuridad espesa, como si el mundo entero contuviera la respiración.
Svetlana no dormía.
Estaba sentada al borde de la camilla, con los codos apoyados sobre las rodillas y las manos entrelazadas frente a los labios. Sus ojos no se despegaban del rostro de Dante. Dormía —o tal vez solo descansaba de forma inconsciente—, pero lo hacía con una respiración más pausada, ya sin tubos, con las facciones serenas, aunque los párpados vibraban con pequeños espasmos, como si los sueños aún lo retuvieran en sus redes.
Ella lo observaba. Le hablaba en silencio.
«¿Cómo te sigo protegiendo sin destruirme en el intento?», pensó.
Sentía el pecho apretado. No de miedo, ni siquiera de tristeza… sino de hartazgo. De cansancio. De esa fatiga que se siente en los huesos, que no se cura durmiendo. Estaba cansada de esconderse, de mira