La puerta se cerró tras ella con un golpe seco. El bar respiraba a media luz, envuelto en el humo denso de los cigarros y el hedor penetrante del licor de mala calidad. Era un lugar diseñado para criminales que creían tener clase, pero no suficiente para entrar en la élite. Una amalgama de cuero barato, maderas oscuras y luces ámbar que parpadeaban como los ojos de una criatura nocturna.
Las paredes estaban decoradas con cabezas disecadas de lobos y zorros. Las mesas, de roble manchado, exhibían marcas de navajas y vasos estrellados. En la barra, una fila de botellas alineadas como soldados de vidrio ofrecía todo tipo de venenos líquidos.
Un cuarteto de músicos sin alma tocaba un blues deprimente desde un rincón, mientras prostitutas cansadas coqueteaban con hombres que ya no tenían edad para prometer nada.
Svetlana se detuvo apenas unos pasos dentro.
Escaneó el lugar con una mirada que podía destripar a un hombre desde el otro lado del salón. Lo analizó todo: las salidas, los pasillos