El vehículo central frenó en la cima del mirador. Un espacio abierto, rodeado de balaustradas desgastadas, con el mar extendiéndose como un abismo brillante al fondo. El resto del convoy se desplegó con eficacia militar. Hombres se posicionaron. Armas se cargaron. Drones sobrevolaron.
El Caronte descendió.
Y se acercó al borde del acantilado, donde el viento lo azotaba como el aliento de los muertos.
Miró su reloj: 18:30.
—¿Dónde estás, maldito? —murmuró entre dientes.
A sus espaldas, su gente lo rodeaba. Invisibles. Leales. Preparados.
El infierno había esperado mucho.
Y Dante Bellandi… estaba listo para abrir sus puertas.
El viento en lo alto del mirador se volvió más denso. Ya no era solo aire. Era algo vivo, que se arrastraba entre los árboles y colinas como un presagio. Como el olor previo a una tormenta.
Dante seguía de pie, frente al acantilado. Su silueta recortada contra el mar parecía la de un dios pagano, invocado por la furia y la pérdida. El reloj marcaba las 18:38.
Nada.