Las puertas de la sala de urgencias se abrieron de golpe, empujadas por los paramédicos y los escoltas. Giovanni entró desangrándose en una camilla que parecía demasiado frágil para sostenerlo. Uno de los enfermeros tropezó con la bolsa de suero, el otro gritaba órdenes. El equipo médico apenas reaccionó al verlo: un muchacho joven, inconsciente, con una herida de bala en el abdomen que no dejaba de sangrar.
Svetlana bajó del vehículo segundos después, seguida por sus escoltas. El coche había sido conducido a toda velocidad por calles secundarias, sin pensar en direcciones ni en posibles retenes. No hubo tiempo de planificar. Solo de llegar. Y ese hospital había sido el más cercano con atención de trauma.
Una enfermera de admisión se asomó desde su cubículo, abriendo el formulario.
—¿Nombre del paciente?
Uno de los escoltas dudó. Otro abrió la boca, por instinto, a punto de decir Giovanni Bellandi.
Pero Svetlana habló primero, firme, sin titubeos:
—Bonetti. Giovanni Bonetti.
El apelli