La habitación del hospital estaba bañada por una luz blanca, casi cruel, que no perdonaba ningún detalle. El silencio era apenas roto por el zumbido constante de los monitores y el sonido apagado de las ruedas de las camillas al pasar por el pasillo. Pero para Svetlana, el ruido más fuerte era el latido tenso de su propio corazón, tamborileando con una mezcla de incertidumbre, culpa y una calma vigilante.
Luego de una intervención larga, complicada, y de casi perderlo dos veces en quirófano, los doctores habían logrado estabilizar a Giovanni. Había sangrado en exceso, su presión se había desplomado, y la herida había comprometido parte del intestino. El informe era reservado, pero claro: sobrevivió por cuestión de minutos. Y aunque la operación había sido exitosa, su pronóstico seguía siendo reservado.
Sentada junto a la cama, con la espalda erguida, Svetlana lo observaba, conectado a varios tubos y monitores.
Giovanni, con apenas veintiún años, parecía un muchacho dormido, vulnerable