El teléfono vibró una sola vez. Luego, otra. Eran las 4:23 de madrugada. Dante no necesitó mirar la pantalla. Ese patrón, esa hora, esa línea... solo podían significar una cosa: Calabria.
—Habla —ordenó, al contestar.
—Interrumpieron el envío. En el punto de Montebello. Los hombres están vivos, pero se llevaron la mercancía. Veinte cajas. Armas. Algunas con número de serie limpio.
—¿Quién?
—La policía. Pero alguien les dijo la hora exacta. Sabían la ruta. Sabían que íbamos ligeros de escolta.
Dante se quedó en silencio. Su mandíbula se tensó apenas.
Svetlana se movió entre las sabanas, a su lado.
—¿Y el proveedor? —preguntó.
—Dice que no fue él. Pero no contesta desde hace dos horas.
—Búscalo. Si no aparece en tres… ya sabes.
—Entendido.
Dante colgó.
No dijo una palabra.
No lanzó la taza. No gritó.
Solo se quedó allí, inmóvil, como una roca en medio de una tormenta. Pero su mente… su mente ya estaba en llamas.
Mancini estaba aprovechando su ausente en Calabria, para ganar terreno.
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