1:43 AM. En lo alto de la Villa Bellandi, las luces estaban tenues. El cielo estaba encapotado. No había ni una sola estrella. El despacho olía a madera envejecida, cuero curtido y tabaco. El mismo aroma que lo había acompañado toda la vida. El que impregnaba los trajes de su padre, los sillones donde se sellaban pactos de sangre, las paredes donde se decidían vidas y muertes con la misma frialdad con la que otros eligen el vino en una cena.
Dante estaba sentado. Sin hablar. Sin moverse. Con los codos apoyados en los brazos del sillón y los dedos jugando con un encendedor dorado que nunca había usado para encender un cigarrillo, pero que giraba entre sus manos como una costumbre heredada de Vittorio.
Y sabía.
No sabía cómo, ni por qué. Pero sabía que esa noche sería la noche.
No porque tuviera información privilegiada. No porque Fabio hubiera regresado con noticias alarmantes. Lo sabía en el cuerpo. En ese cansancio que no era físico. En esa presión leve detrás de los ojos. En esa pun