El sonido del teclado era lo único que rompía el silencio en la oficina. Eran las 7:21 de la mañana, y Sofía ya estaba allí, como siempre. Café en mano, postura recta, y un nudo en el estómago que no desaparecía, no importaba cuánto se esforzara.
Aquella noche apenas había dormido. Había soñado con Alejandro, aunque no quería admitirlo ni siquiera para sí misma. No era un sueño romántico, no exactamente. Más bien, era una imagen suya observándola en silencio, desde la sombra de una puerta entreabierta. Como si supiera algo que ella ignoraba.
Como si la poseyera… sin tocarla.
Sacudió la cabeza. No podía permitirse eso. Ni pensamientos, ni deseos. Mucho menos cuando ese hombre tenía una amante tan visible como peligrosa.
—¿Ya estás instalada? —preguntó Clara, apareciendo como un susurro a su lado con una sonrisa y un café extra en la mano—. Hoy es día de cuchillos.
—¿Por qué lo dices?
—Hay junta de estrategia. Y va a estar Victoria. Me llegó el chisme de que anoche discutieron. Dicen que ella salió llorando del penthouse.
Sofía arqueó una ceja, incómoda.
—No me interesa meterme en su relación.
—Mejor así, pero eso no te va a salvar de estar en medio —dijo Clara, dándole el café—. Por cierto, Alejandro quiere que lo acompañes en la sala de crisis. A las nueve. Solo tú y él.
—¿Qué? ¿Por qué yo?
—Porque se le da la gana. ¿Desde cuándo Dávila necesita explicar sus órdenes?
Sofía tragó saliva. La idea de estar a solas con él otra vez… la inquietaba más de lo que debía.
La sala de crisis era una sala de juntas más pequeña, sin ventanas, con iluminación cenital y paneles insonorizados. Alejandro ya estaba ahí cuando Sofía entró con los reportes que le había solicitado.
—Siéntate —ordenó sin mirarla.
Ella lo hizo en silencio, depositando las carpetas en la mesa.
Él tomó una, la hojeó lentamente. Entonces habló.
—¿Sabes lo que es una herencia maldita, Sofía?
Ella frunció el ceño, desconcertada.
—¿Perdón?
—Una herencia maldita —repitió—. Es cuando no solo recibes poder o dinero. Recibes odio. Venganza. Deudas que no están en papel, pero que se cobran con sangre.
Sofía lo observó. Por primera vez, él no parecía hablarle a ella, sino a sus propios fantasmas.
—Yo heredé un imperio. Pero también el desprecio de mi padre. La frialdad de mi madre. Y una lista de enemigos que nunca elegí. No nací para ser bueno. Nací para sobrevivir.
Sofía bajó la mirada.
—Entonces entiendo por qué no quiere que nadie lo vea débil.
Él la miró, con un destello peligroso en los ojos.
—¿Crees que soy débil?
—No. Pero creo que vive huyendo de algo. Y esa es otra forma de miedo.
El silencio cayó como una bomba. Alejandro cerró la carpeta lentamente. Luego se acercó, despacio, hasta quedar justo frente a ella.
—Tú eres diferente, ¿lo sabes?
—¿Eso es bueno o malo?
—Es incómodo.
Él inclinó el rostro, casi como si fuera a decirle algo más… pero se contuvo.
—Vete. No necesito nada más hoy.
Sofía se levantó, con el corazón en la garganta. Cuando llegó a la puerta, Alejandro habló sin mirarla.
—No dejes que nadie te haga sentir menos. Ni siquiera yo.
Ella salió sin decir palabra. Pero por dentro… algo en ella empezaba a tambalearse.
Esa tarde, mientras revisaba archivos antiguos, encontró una caja sin etiquetar entre los documentos del archivo físico. Curiosa, la abrió. Fotografías. Cartas. Papeles amarillentos con sellos de hace más de veinte años.
Y una imagen. Una niña de cabello castaño claro y ojos dispares. Uno más claro que el otro. Sentada en el regazo de una mujer elegante, con una sonrisa tenue.
Sofía sintió un escalofrío. Esa niña… se parecía tanto a ella.
—¿Qué haces? —dijo una voz a su espalda.
Era Alejandro. De nuevo.
—Perdón. Estaba ordenando y encontré esta caja sin clasificar…
Él miró la fotografía, se quedó en silencio. Luego, con un gesto rápido, la tomó de sus manos y la metió en el saco.
—Esto no es de tu incumbencia.
—Solo… me pareció conocida.
—Eso no importa. Llévate los informes y ve a casa. Es tarde.
Sofía asintió. Pero ya no podía borrar esa imagen de su mente. Esa niña…
¿Y si era ella?
Esa noche, ya en su cama, Sofía revisó una antigua caja de recuerdos que doña Carmen le había guardado desde que era pequeña. Encontró una sola fotografía de cuando tenía cerca de dos años. Estaba borrosa, pero… el vestido era el mismo. El mismo que la niña en la foto del archivo.
Un frío helado le recorrió la espalda.
¿Qué estaba pasando?
Y por primera vez… una voz suave en su interior susurró lo que nunca antes se había atrevido a imaginar:
¿Y si tú no eres quien crees que eres?