—¡Crash!
La taza y el plato cayeron al suelo, y el café se esparció por todas partes, dejando un desastre.
El asistente se quedó paralizado. Cuando reaccionó, empezó a recoger los trozos de cerámica con torpeza, haciendo gestos de disculpa sin emitir sonido.
Guillermo, que seguía al teléfono, solo le dedicó una mirada indiferente y no dijo nada.
El joven, temblando, terminaba de limpiar el desastre, mientras se consolaba con un pensamiento optimista: “¿Así que al jefe le gusta coquetear con su esposa? Parece tan serio, pero en el fondo debe ser alguien muy divertido. A lo mejor hasta le gusta contar chistes malos. Sí, seguro es eso. No hay por qué tener miedo”.
Cuando Guillermo colgó, el joven intentó disculparse de nuevo, pero, por alguna razón, las palabras que salieron de su boca fueron:
—Bueno, ¡para la buena suerte, para la buena suerte!
Luego, con una risa nerviosa y sin pensar, añadió:
—Señor Aranda, su apellido me recuerda a un escritor famoso. Qué curioso, qué curioso.
Guille