Capítulo 4

Tres días antes, Miranda había visto una publicación de Diego en sus historias de Face.

La publicación solo tenía una palabra: «Bienvenida». Debajo, una foto del privado de un club. En ella aparecían Luis y Omar, pero en un rincón oscuro, se distinguía accidentalmente el reloj de platino de Guillermo.

Ese reloj de platino había sido un regalo de bodas de los mayores de la familia Aranda. El de él tenía la esfera del Principito; el de ella, una rosa. Una pieza de alta joyería de Van Cleef & Arpels, hecha a medida, única en su tipo.

Es decir, él llevaba al menos tres días de vuelta en el país.

Tres días. Ni una llamada, ni un solo mensaje. Se había ido directamente a Andaluz a parrandear con sus amigotes.

«Si no fuera porque conozco su amplio historial amoroso y cómo es en la cama», pensó ella, «de verdad creería que me casé con un gay de clóset que solo quería cubrir las apariencias y me convertí en su esposa pantalla de la noche a la mañana».

Tras escuchar las quejas de Miranda, Guillermo por fin comprendió por qué ella se había mostrado tan quisquillosa con él toda la noche.

Lo pensó un instante y dijo:

—Creí que, dada nuestra relación, mi agenda no te interesaba en lo más mínimo. Pero si te interesa, puedo pedirle a mi asistente que te envíe un informe diario a partir de ahora.

—...

«¿Quién diablos quiere tu itinerario?», pensó ella con exasperación. «¿Acaso todo el mundo tiene que estar pendiente de ti para que no te pierdas? Además, ¿por qué suena tan irritante, como si me estuviera haciendo un favor?»

Miranda se sintió fatal. Estuvo a punto de señalarlo y soltarle una grosería, pero algo la detuvo. Se obligó a cerrar los ojos y a repetirse mentalmente que no debía enojarse, que debía calmarse.

Ella era naturalmente bella, de piel clara. Para la cena de gala, había optado por un maquillaje ligero. Ahora, bajo la luz del pasillo, sus labios rojo intenso estaban apretados en una fina línea, y su cara lucía radiante y fresca.

La conocía desde hacía casi veinte años. A Guillermo nunca le habían gustado sus aires de niña rica, pero jamás negaría que, desde pequeña, había sido una belleza deslumbrante, de ojos brillantes y sonrisa perfecta.

La belleza suele ablandar corazones. Al verla tan enfadada que parecía a punto de explotar, él, de forma insólita, cedió un poco.

—Está bien, reconozco que esta vez me equivoqué.

—¿"Reconoces"? ¿Qué reconocer ni qué nada? ¡Claro que te equivocaste!

El enfado que Miranda apenas había logrado contener volvió a encenderse con esa concesión tan típica de él, que sonaba más a un "no quiero discutir contigo".

Su matrimonio había sido, en esencia, una decisión para maximizar los intereses de ambas familias. Aunque ninguno de los dos estaba completamente satisfecho con su cónyuge, los hijos de familias como las suyas eran conscientes desde temprana edad de que tendrían poca autonomía en cuestiones matrimoniales. Al fin y al cabo, no se podía esperar disfrutar de los privilegios de su posición y luego exigir amor y libertad como si nada.

Tanto ella como Guillermo se habían mostrado sumamente cooperativos en lo referente a la boda, y habían llegado pronto a un acuerdo sobre la importancia de "aparentar ser una pareja feliz en público".

—¡Regresas al país sin decir ni pío, acompañas a Laura a una cena donde yo estoy, le compras un collar, y ni siquiera me avisas! ¿A quién intentas humillar, eh? ¿Quieres que todo el mundo sepa que "tú y yo apenas nos conocemos"?!

El tono de voz de ella subía con cada palabra, como si intentara compensar su estatura con el volumen.

Guillermo se masajeó el entrecejo, como si el ruido le molestara. Su explicación fue escueta:

—Por la tarde comí con el Director Luna. Él no podía asistir, así que solo le hice un favor. Laura ya pasa de los cuarenta, dudo que alguien piense que acompañarla sea para humillarte. Además, no sabía que tú también ibas a estar en esa cena.

«Traducción simple», interpretó ella para sus adentros: «Ah, ¿quién iba a saber que tú también estabas? No es como que te preste atención. Who are you?».

Eso era probablemente lo que Miranda más detestaba de él: su actitud de no darle importancia a nada ni a nadie, su eterna racionalidad y compostura; en otras palabras, su constante indiferencia.

Ella, acostumbrada a ser el centro de atención, a ser admirada y halagada, era incapaz de soportar esa indiferencia que la despojaba de su protagonismo.

La conversación murió sin llegar a nada. Mientras se bañaba, cerró los ojos y pensó: «Si pudiera terminar con este matrimonio que se siente como viudez, estaría dispuesta a renunciar al sexo por cinco años».

Pasó dos horas en el baño antes de salir con toda calma.

Tan meticulosa como era, su rutina de belleza diaria era un ritual sagrado, tanto por la mañana como por la noche, sin falta.

Antes de irse a Canadá, Guillermo había vivido con ella un tiempo y conocía bien sus costumbres. Sin duda, era de esas personas extremadamente detallistas, capaz de maquillarse impecablemente incluso al borde de un desmayo por anemia; bella y superficial.

Ahora, Miranda llevaba un camisón de seda azul brumoso, de tirantes finos. Sus brazos y piernas, esbeltos y bien proporcionados, quedaban al descubierto.

Su largo cabello rizado, negro y brillante, caía suelto y suave tras secarlo. Al caminar descalza, las puntas de su cabello y el bajo del camisón se mecían al unísono, envueltos en el ligero vapor que emanaba del baño, una imagen de inocencia con un toque de sensualidad.

Guillermo la miró. Quizá porque la imagen era demasiado placentera a la vista, no tardó ni dos segundos en volver a mirarla.

—¿Qué tanto miras?

Guillermo rio entre dientes, sin responder.

Miranda, sin saber muy bien por qué se sentía tan alerta, no le quitaba los ojos de encima. Se sentó al borde de la cama, subiendo una pierna y luego la otra. Al ver que él no se movía, se tapó con la colcha hasta arriba, cubriéndose por completo y dejando solo su bonita cabeza a la vista.

—Apaga la luz, quiero dormir.

Guillermo no dijo más y, tal como ella pidió, apagó la lámpara de pie.

En la oscuridad, sus respiraciones, al principio desacompasadas, pronto se sincronizaron en un ritmo tranquilo y uniforme.

Hacía dos años que no compartía cama con nadie, y Miranda se sentía un poco extraña. Daba vueltas de un lado a otro, inquieta, como si algo no estuviera bien.

Guillermo, en cambio, se mantuvo muy quieto, acostado boca arriba sin moverse.

Flotaba en el aire un sutil aroma amaderado, quizá a abeto, como el de un abeto en un día nublado.

Justo cuando se estaba quedando dormida, semiconsciente, percibió de pronto una presencia invasora muy cercana. Al abrir los ojos, él ya estaba sobre ella, apoyado en sus brazos a los costados de su cintura, cubriéndola con su cuerpo.

La luz de la noche era tenue. Pudo distinguir vagamente la marcada línea del mentón de Guillermo; más abajo, pasó saliva sutilmente. Más arriba, en sus ojos oscuros y profundos, bullía el deseo.

Hacía tanto que no tenía intimidad con nadie que la reacción de Miranda fue algo lenta. Solo cuando él la provocó hasta que el tirante de su camisón resbaló por su hombro, empezó a sentir algo.

Afuera, la luz de la luna bañaba la noche como agua cristalina, meciéndose suavemente. El malestar de antes quedó olvidado, al menos por ahora, a la orilla de aquella ensoñación líquida.

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