Capítulo 2

El after-party posterior a la cena consistió en una subasta benéfica. Los invitados que decidieron quedarse pasaron a un salón contiguo más pequeño.

—Lote número 029: collar de perlas negras naturales de Tahití y diamantes, donado por la señora Laura...

Mientras el subastador describía el artículo, Miranda ya había revisado la información de todos los lotes en el catálogo.

«Seguro alguien va a tirar la casa por la ventana esta noche para impresionar a la actriz», pensó con un leve sarcasmo.

Apenas había cruzado ese pensamiento por su mente cuando el subastador anunció:

—¡Precio de salida, ochenta mil dólares!

—¡Ochenta y cinco mil!

—¡Noventa mil!

—¡Cien mil!

Apenas pronunciada la cifra, el precio subió vertiginosamente.

Cuando la puja alcanzó los trescientos mil dólares, muchas miradas se desviaron hacia un punto situado a la derecha y detrás de Miranda. Algunos incluso rompieron la formalidad del momento con susurros indiscretos.

Ella no se movió. No necesitaba voltear para imaginar la calma imperturbable del sujeto que levantaba la paleta una y otra vez.

—¡Quinientos mil! ¡Vamos por quinientos mil dólares!

—¡Quinientos mil a la una, quinientos mil a las dos... adjudicado por quinientos mil dólares!

El mazo del subastador golpeó con un sonido sordo.

—¡TOC!—

—¿Quinientos mil dólares por ese collar...? ¿Y quién es ese tipo?

Una joven actriz recién llegada al círculo, sentada en una de las últimas mesas, también notó que el precio de venta del collar era exorbitantemente alto. No pudo evitar preguntar en voz baja a su representante.

—Guillermo... —murmuró el representante, pensativo—. Qué raro que haya vuelto así, de repente.

La chica, nueva en el mundo del glamour, encontraba fascinante todo lo que veía y oía. Al captar el nombre, insistió:

—¿Así que se llama Guillermo? ¿Es alguien importante?

La novata no tenía posibilidades de acercarse a él por ahora; su representante la había llevado solo para que se codeara un poco. Sin ganas de dar explicaciones, el agente bajó la cabeza y tecleó furiosamente en su celular bajo la mesa, enviando la primicia a otras actrices más consolidadas de su cartera.

No eran pocos los que, como aquel representante, estaban difundiendo la noticia.

El heredero de la familia Aranda y de Constructora Capital había estado dos años en Canadá, expandiendo el mercado internacional, sin aparecer por el país. Su presencia inesperada esa noche, actuando además de forma tan ostentosa y fuera de lo común para él, parecía una señal inequívoca:

La guerra interna que durante años había dividido a Constructora Capital había llegado a su fin.

Si nada lo impedía, a partir de esa noche, el círculo de élite de la capital tendría un nuevo personaje destacado del que hablar.

En realidad, asistir a esa gala benéfica no estaba en los planes originales de Guillermo.

Pero él siempre actuaba con meticulosidad. Cuando le pidieron de improviso que acompañara a Laura, no solo desplegó la misma paciencia que mostraba años atrás al asistir a eventos con los mayores de su familia, sino que además compró el collar de perlas que ella había donado, supuestamente una de sus joyas más preciadas.

Estas subastas menores organizadas por revistas de moda eran más bien un gesto simbólico, tanto al donar como al comprar. Al inflar el precio de esa manera, Guillermo le había hecho un gran favor a Laura, realzando su prestigio y generosidad.

Ella sonrió ampliamente y dijo con calma:

—Otro día, cuando el señor Pimentel tenga tiempo, Miranda y tú tienen que venir a cenar a casa.

Con eso, daba por aceptado el gesto.

Al concluir la subasta, muchas miradas se centraron en Guillermo.

Él permanecía sentado en la penumbra, aflojándose ligeramente el nudo Windsor de la corbata. Cruzó las piernas y se recostó en el asiento.

Había muchos invitados esa noche, y como él y Laura habían llegado algo tarde, bastante gente no se había percatado de su presencia.

Ahora que lo sabían, los conocidos se acercarían naturalmente a saludar y charlar; los desconocidos buscarían la oportunidad de presentarse y hacerse notar.

Miranda seguía inmóvil en su asiento, la mirada fija en el estrado ahora vacío, su expresión distante y severa.

Bianca observaba la escena con el corazón en un puño. La euforia por haber vencido a su rival y conseguido el ascenso se había esfumado por completo mientras Guillermo pujaba una y otra vez por el collar de perlas de Laura. Preguntó en voz baja:

—¿Cuándo regresó tu marido? ¿Están peleados?

—No.

Miranda solo respondió a la segunda pregunta. Para la primera, ella tampoco tenía respuesta.

No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que un par de zapatos negros de hombre apareció lentamente en su campo visual.

El modelo le resultaba familiar; la forma de atar las agujetas, inconfundible. Casi al instante en que sus ojos se posaron en el cuero brillante, la imagen del dueño de esos zapatos surgió en su mente.

—Miranda, vámonos a casa.

Su voz, ni alta ni baja, sonaba tan serena y cotidiana que por un instante le hizo sentir la ilusión de que eran un matrimonio normal, de esos que se ven a diario.

—Yo traje mi carro... De verdad que... —Bianca, tambaleándose sobre sus tacones de diez centímetros mientras Miranda la jalaba discretamente hacia la salida, apenas podía mantenerse en pie—. Si ustedes ya se van a su casa, ¿por qué me llevan a mí? No hace falta que me acompañen...

—Pues sí es necesario.

Miranda le lanzó una mirada tan dura que le heló las palabras restantes en la garganta.

Fuera de la Galería, el aguacero había amainado. La noche era una oscuridad densa, sin un resquicio de luz. El viento soplaba con una mezcla de frescor y la humedad bochornosa del verano.

El chofer abrió con respeto la puerta del copiloto.

Al ver que Guillermo no tenía intención de ocupar ese asiento, Miranda dio un paso instintivo hacia adelante, pero él levantó una mano para detenerla sutilmente y luego miró discretamente hacia Bianca.

Esta sintió un escalofrío y, apurando el paso con pequeños tropezones, se sentó muy consciente en el asiento del copiloto, dejando el espacioso asiento trasero para la pareja.

—Este... con que me dejen en el Residencial Puerto Estrella está bien, gracias.

Después de darle la dirección al chofer, Bianca echó una mirada furtiva por el retrovisor al distante matrimonio en el asiento trasero.

Ambos miraban al frente, ignorándose mutuamente. El espacio entre ellos era tan amplio que fácilmente podría haber cabido una persona de ciento veinte kilos.

El Bentley se incorporó a la avenida principal. Durante tres largos minutos, no se oyó el menor ruido en el habitáculo. Bianca sintió que si el silencio continuaba, los cuatro acabarían asfixiados por la tensión.

Justo cuando ella estaba buscando un tema para romper el tenso silencio, Guillermo rompió el silencio de repente:

—Señorita Soto, felicidades por su ascenso.

Bianca soltó una risa nerviosa por puro instinto.

—Gracias, muchas gracias —respondió, y añadió un cumplido profesional de rigor—: Señor Aranda, cuánto tiempo. Estuvo usted "de primera A" esta noche.

Miranda la fulminó con la mirada a través del retrovisor.

—¿"De primera A"? —Guillermo no estaba familiarizado con la expresión.

Antes de que Bianca pudiera explicar, Miranda intervino con acidez:

—Si prefiere pensar que estuvo "de segunda B", pues también está bien.

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