Mi Encantadora Esposa Arrogante
Mi Encantadora Esposa Arrogante
Por: Sidney Islas
Capítulo 1

La noche de pleno verano se desgarraba bajo un aguacero torrencial. Relámpagos furiosos rasgaban las densas capas de nubes, seguidos de cerca por el estruendo sordo y profundo de los truenos.

En la Galería de la Capital, los vitrales de estilo eclesiástico medieval irradiaban la luz profusa del interior. Aquella noche, la revista Bajo Cero celebraba allí su décimo aniversario con una gala benéfica de moda.

Antes del evento principal, se ofrecía un cóctel donde los invitados posaban para las fotos y firmaban en el panel de bienvenida, o simplemente socializaban.

En tales circunstancias, si uno no se rodeaba de conocidos con quienes charlar y reír, era fácil sentirse incómodo y fuera de lugar.

Por suerte, Miranda nunca había tenido ese tipo de preocupación.

—¿Estela no viene esta noche?

—No creo que venga.

—Pues sí, con la fortuna que se gastó en esas porquerías, seguro que ahora mismo no está para obras de caridad, aunque quisiera.

Las voces femeninas sonaban dulces; quien no escuchara con atención podría pensar que eran de preocupación y lástima genuinas. El tema se agotó con la misma rapidez con que surgió; las jóvenes de sociedad intercambiaron miradas y sonrieron con complicidad.

Miranda, en el centro de todo, permanecía en silencio. Aunque acompañaba las risas con una leve sonrisa, era evidente su escaso entusiasmo, incluso cierta distracción.

Al notar su actitud, alguien cambió de tema con discreción:

—Miranda, ese vestido es el que te probaste en París el otro día, ¿verdad? ¡Está precioso!

—No, el que me probé hace un par de días apenas era un prototipo. Este lo encargué en la Semana de Alta Costura otoño-invierno del año pasado.

Todas las presentes se habían hecho alguna vez un vestido de alta costura; poseer varias piezas no era ninguna rareza. Sin embargo, aquellos trajes de noche alcanzaban fácilmente cifras de cientos de miles de dólares y no eran prendas para lucir repetidamente. Usarlos como si fueran simples vestidos de cóctel, como hacía ella, resultaba un lujo desmedido.

Las demás no disimularon sus miradas de admiración y un punto de envidia y, como de costumbre, la colmaron de halagos.

No estaba claro si Miranda había prestado atención a los cumplidos; su expresión era serena. Finalmente, como para concederles un mínimo de cortesía, bebió un sorbo de vino tinto y, tras un escueto «enjoy», se marchó acompañada de Bianca, la inminente subdirectora de Bajo Cero.

En cuanto Miranda se fue, las otras jóvenes soltaron un suspiro de alivio disimulado.

Era evidente que no estaba de humor esa noche: no le interesaron las burlas sobre Estela, ni reaccionó a los halagos sobre su vestido. Vaya que era difícil de complacer.

—¿En qué tanto piensas? ¿Y todavía te quedas a oír cómo te hacen la barba ese grupito de falsas? ¡Anda, ayúdame a revisar el salón! Esta noche es muy importante para tu amiga. Si esa loca de Clara se atreve a armar un numerito, ¡me la haces pedazos!

Bianca hablaba con una sonrisa en los labios mientras se dirigía al salón principal, saludando a los invitados con frecuentes inclinaciones de cabeza. Su voz, aunque baja para no ser oída por los demás, se filtraba entre sus labios sonrientes, tensa y contenida.

Miranda arqueó una ceja. Antes de que pudiera responder, un revuelo repentino a sus espaldas hizo que ambas se giraran.

Algún famoso importante debía de haber llegado. El tableteo de los flashes en la entrada se intensificó y los reporteros, abandonando apresuradamente a sus entrevistados, se precipitaron hacia el panel al final de la alfombra roja, agolpándose en un tumulto.

Bianca entornó los ojos para ver mejor.

—Parece que llegó Laura. Échame un ojo aquí, voy para allá.

Reaccionó al instante; ni siquiera había terminado de hablar cuando ya estaba en camino.

Miranda observaba desde lejos el gentío en la entrada, sin prestar demasiada atención, hasta que, de pronto, entre la multitud, vislumbró una silueta junto a Laura. Una figura a la vez familiar y extraña que la hizo tensarse por completo.

Como si hubiera sentido su mirada, la persona junto a la actriz también volteó en su dirección. Sus ojos, atravesando la multitud y los destellos de los flashes, parecieron cargados con la humedad de la noche lluviosa de verano: distantes, penetrantes.

Un cuarto de hora después, la sesión de fotos y entrevistas en la alfombra roja concluyó. Los invitados fueron conducidos al salón principal y ocuparon sus asientos asignados.

El diseño y la decoración del salón para esa noche eran obra de Miranda.

Una cascada de luces iluminaba el recinto, mientras una orquesta interpretaba en vivo la Sinfonía n.º 40 en sol menor de Mozart. En el centro de cada mesa lucía un arreglo de magníficas rosas blancas de una variedad exquisita, recién llegadas por avión esa mañana; sus pétalos, turgentes y frescos, ostentaban un delicado rubor rosado en los bordes. Meseros de chaleco y corbata de moño se deslizaban con bandejas en alto entre el glamour y las fragancias de los presentes.

La quintaesencia del lujo.

Las preocupaciones previas de Bianca resultaron infundadas. Al saberse que Miranda estaba a cargo personalmente de la organización del evento, cualquiera con intenciones de causar problemas había desistido hacía tiempo. Hasta el momento en que el presidente del grupo subió al estrado para dar su discurso, no se había producido el más mínimo contratiempo en el salón.

Tras el discurso del presidente, subió al estrado Julia, la directora de Bajo Cero.

A Julia le encantaba soltar frases inspiradoras algo trilladas; tal vez como un homenaje a la astuta gestión de la icónica Miranda Priestly, esta vez incluyó, de improviso, un anuncio trascendental sobre cambios internos en la revista.

Todos los presentes eran muy perspicaces; cuando la directora mencionó a la «nueva subdirectora», instintivamente miraron hacia Bianca.

Esta, cual cisne blanco triunfante, se levantó con estudiada compostura, aunque la alegría incontenible le brillaba en los ojos.

Otros, sin embargo, apenas le dedicaron una mirada antes de dirigir su atención a Miranda, sentada a su lado. Laura fue una de ellas.

Laura, de cuarenta y dos años, actriz consagrada con innumerables premios y casada en tres ocasiones con hombres influyentes y poderosos, era una figura de peso tanto en el mundo del espectáculo y la moda como en el círculo de la alta sociedad.

Se inclinó ligeramente hacia el individuo a su lado y, con el tono de quien sonsaca un chisme sobre los más jóvenes, bromeó:

—¿Por qué no estás con Miranda? ¿Están peleados?

Guillermo levantó la vista hacia su esposa, que estaba a poca distancia. Tamborileaba con los dedos el borde de su copa, un ritmo que coincidía curiosamente con el segundero de su reloj de platino.

Pasó un momento antes de que respondiera. Parecía sonreír, pero la sonrisa no le llegaba a los ojos.

Laura interpretó su silencio como una afirmación y procedió a darle consejos en voz baja sobre cómo contentar a una mujer.

Él asintió, sin apartar la mirada de Miranda.

Dos años sin verla, y seguía igual. Incluso con esa expresión serena, su cara resplandecía con una belleza deslumbrante, eclipsando sin esfuerzo a todas las estrellas reunidas esa noche.

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