—¿Srta. Valdez, de verdad va a cambiar su nombre por el de otra persona?
—Sí.
Al salir del hotel, miré el cielo despejado y me sentí como si me hubieran quitado un peso de encima, porque por fin me había librado de la sombra que me iba a perseguir toda la vida.
Tachué mi nombre de la invitación de boda y lo reemplacé con el de Sofía.
Hacía poco había recibido una súplica de Sofía, quien me confesó que era el primer amor de Sebastián.
Según ella, Sebastián solo había terminado su relación y aceptado casarse conmigo porque mi padre, al morir, le entregó el control de la empresa con la excusa de cuidarme.
Después me mandó varias fotos recientes de ella con Sebastián en la cama.
Por suerte el gerente del hotel estaba a mi lado cuando las vi, porque si no probablemente me habría dado un infarto y me habría desmayado.
Al despertar, se me cayó la venda de los ojos.
Durante cinco años Sebastián nunca me había tocado, no por consideración a mi enfermedad del corazón, sino porque seguía enamorado de Sofía.
Entonces le escribí a Sofía para darle la buena noticia. Si según ellos yo era la que estorbaba en su gran amor, pues que fueran felices.
El problema era que mis cinco años de dedicación sí habían sido genuinos, y tanto tiempo viviendo una mentira me tenía ahogada.
Como mi salud no me permitía siquiera vengarme de ellos, lo único que me quedaba era largarme de aquí.
Iba a vender mis acciones del Grupo Esplendor al precio de mercado y usar ese dinero para irme al extranjero y buscar a los mejores médicos para tratar mi enfermedad del corazón.
De ahora en adelante solo viviría para mí.
Ya era medianoche cuando terminé de arreglar todo esto.
Llegué a casa y encontré la casa completamente a oscuras.
Pensé que Sebastián habría llegado tarde del trabajo como siempre, pero al abrir la puerta me topé con Sebastián y Sofía saliendo del cuarto, todos despeinados y muertos del susto.
Al notar que Sebastián tenía restos de labial en la boca, dije sin inmutarme: —Hola.
Él evitó mi mirada, pero sonó cariñosa como siempre: —Perdón, pensé que no ibas a volver esta noche, así que traje a Sofía para hablar de trabajo.
—Tú sabes cómo ando de loco con el trabajo, y con tu corazón no puedo cargarte con tanto estrés.
—Por eso necesito que alguien más me eche una mano.
Antes esas palabras me partían el alma. Pensaba que por mi culpa y la de mi papá, Sebastián tenía que cargar con una empresa enorme y sufrir tanto, por eso le decía que sí a todo.
Cuando traía a Sofía a casa para sus "reuniones de trabajo", yo andaba como sirvienta llevándoles bebidas, o cuando se quedaban hasta tarde en la oficina, me las ingeniaba para llevarles algo de comer justo a tiempo.
Pero en cuanto accedí a casarme y cederle todas las acciones, se creyó el gran jefe y me empezó a tratar como si fuera la sirvienta.
Si Sofía no me hubiera abierto los ojos, probablemente seguiría viviendo en mi mundo de fantasía.
Respiré hondo, porque ya estaba hasta el gorro de servirles a estos dos.
Así que le dije con toda la calma del mundo: —Límpiate la boca.
Por lo menos que hiciera el intento de disimular.
Cuando se te pasa la ilusión, ya nada es igual.
Sebastián se quedó pasmado y al tocarse la boca y ver la mancha roja en su mano, se puso lívido.
Me fui a la cocina a tomar un vaso de agua para despejarme.
Mis palabras debieron haberlo alterado, porque vino corriendo a la cocina a explicarme: —¡Yolanda! ¡No es lo que piensas, no malinterpretes! ¡Entre Sofía y yo no pasa nada! Esto se me pegó sin querer.
Lo miré ahí, desesperado tratando de explicarse después de que lo cachasen con las manos en la masa.
Por un momento me pregunté si de verdad le tenía cariño a mi papá por todo lo que hizo por él, o si después de tanto tiempo fingiendo conmigo había llegado a sentir algo real por mí.
Pero ahora todo estaba clarísimo: nada de eso era cierto, solo quería quedarse con la empresa.
Como Sebastián vio que no dije nada y me quedé tranquila, pensó que como siempre me había creído el cuento, y se atrevió a pedirme: —Mira, ya que nos vamos a casar, mejor arreglamos lo de las acciones de una vez.
—Tu papá te dejó la mayor parte, y por eso en las juntas nadie me hace caso cuando tomo decisiones.
—Y estas decisiones son clave para la empresa, ¿me entiendes?
Sebastián otra vez se hizo el sufrido, como si fuera un héroe sacrificándose por darme una vida mejor.
Pero esta vez no le seguí el juego.
—Las voy a vender.
Ignorando que se había puesto pálido, seguí: —Si te interesan, aquí tienes los datos de mi agente para que negocien directamente.
Por suerte cuando fui a la agencia me dijeron que la empresa andaba de maravilla y que no hacía falta que el gerente se matara tanto, si no me habría tragado todo el show.
Al pensar en eso se me escapó una risa, y eso bastó para que Sebastián perdiera los estribos y me gritara: —¡Yolanda! ¡No te hagas la dramática! ¡No mezcles los negocios con tus berrinches!