Me quedé en shock.
¿En serio pensaba que tenía celos? ¿Celos por lo que acababa de pasar?
Era lógico, con todo lo que me desvivía por él, cualquiera pensaría que estaba perdidamente enamorada de Sebastián Méndez.
Pero sin importar quién fuera mi novio, habría hecho cualquier cosa por él.
Cuando se enteró de lo de las acciones... hasta Sofía Herrera, que nomás estaba viendo todo el drama, se puso nerviosa.
—Yolanda, si tanto te molesta que esté aquí, puedo renunciar a la empresa y desaparecer para siempre de la vida de Sebastián. ¿Con eso ya estás feliz?
—¡No seas tan celosa!
Al escuchar esto me quedé muy confundida.
Si Sebastián me decía que tenía celos, eso tendría sentido. ¿Pero por qué Sofía decía eso?
¿No le había dicho ya que ella iba a ser la novia? Incluso mandamos hacer el vestido con sus medidas. Estaba enterada de todo.
Sin darme tiempo a pensar más, Sebastián me arrebató el celular y me lo puso frente a los ojos, ordenándome con un tono helado que jamás le había escuchado:
—Borra el contacto de ese corredor de tu celular, y podemos olvidar esto. ¡Si no, no hay boda!
Tomé el celular y lo miré con expresión compleja.
¿Acaso no podía volver a agregarlo después de borrarlo? Pero con mi problema del corazón tenía que mantenerme tranquila.
Para calmarlo, me tragué la rabia e hice exactamente lo que quería.
Al verme tan obediente, Sebastián suspiró aliviado y finalmente me habló en un tono más suave: —Yolanda, no te hagas ideas raras. Si no te amara, ¿crees que me iba a casar contigo? Lo que dijiste hoy me hirió mucho.
Después de una pausa, continuó: —Sofía y yo nos vamos por un tiempo. Tú quédate aquí y piénsalo bien. No vuelvas a hacer este tipo de cosas.
Sofía lo siguió hacia la puerta, y antes de irse me dijo muy altanera: —Al fin reaccionaste.
La puerta se cerró con un chirrido, dejándome sola.
Suspiré hondo. Desde que murió papá tendría que haber entendido que al final una termina sola.
Al día siguiente llamé otra vez a la inmobiliaria. Mis acciones valían una fortuna.
Otros accionistas de la empresa las querían, y también había inversionistas de afuera que andaban detrás de ellas. A los pocos días apareció alguien dispuesto a pagar el doble del precio de mercado.
Normalmente habría esperado un poco más para conseguir mejor precio. Pero ya no tenía ganas de esperar. No soportaba ni un segundo más verlos restregándome su romance en la cara.
En cuanto me llegó el dinero, pagué las comisiones del agente y empecé a hacer los trámites para irme del país.
Esa semana aproveché para ir moviendo mis activos al extranjero. Sebastián, cumpliendo con su promesa de darme una lección, no me habló para nada.
Pero justo el día que me iba, estaba empacando cuando tomé la foto familiar para guardarla... ¡De repente patearon la puerta y entró Sebastián furioso, gritándome de todo!
—¡Yolanda! ¡Eres increíble! ¿Me vienes a joder así solo porque te ignoré unos días? ¿Sabes lo humillante que fue andar pidiendo dinero prestado toda la semana? ¡Pensé que esos accionistas se habían unido para fastidiarme! ¡Y resulta que fuiste tú!
Incluso yo me sorprendí por un momento, pero tenía lógica. Si Sebastián quería seguir controlando la empresa, necesitaba comprar mis acciones. Si no, cualquiera que las tuviera lo iba a poder sacar. Como me iba ese mismo día, mejor no hacer más lío.
Así que traté de calmarlo: —Todo fue legal, la empresa ahora es tuya completamente. Los dos salimos ganando, ¿no? Además, necesito este dinero para mi tratamiento.
Mi enfermedad tenía cura, pero siempre creí que la empresa estaba pasando por problemas, que Sebastián había sufrido mucho por mí, así que nunca tuve el valor de pedirle tanto dinero para el tratamiento. Lo que no me imaginé era que Sebastián ya veía mis cosas como propias.
Hasta un desconocido sabría que no debe alterar a una enferma del corazón, pero a él no le importó nada mi salud con tal de conseguir lo que quería. Me arrebató la foto de las manos.
—Se me acaba de ocurrir algo, Yolanda.
¡PAM! Entonces Sebastián tiró el marco al suelo como si nada y empezó a sacar la fotografía. Se me paró el corazón, pues era la única foto que tenía con mis padres.
Aunque me fuera a hacer daño, me lancé y le agarré el brazo para detenerlo mientras le gritaba angustiada: —¡Sebastián! ¿Estás loco?
Sebastián ni se inmutó. Solo sacó un contrato de transferencia de bienes que ya tenía preparado y un bolígrafo negro, me los puso frente a los ojos y me ordenó: —¡Firma!
Al ver que no respondía, soltó una risa siniestra: —Veo que necesitas una lección.
Quería hablar pero no podía, se me cerró la garganta y no podía respirar. Pero igual hizo pedazos la foto, solo para lastimarme y supuestamente 'darme una lección'.
Aunque me doliera, me desplomé a sus pies mientras se me nublaba la vista. No me quedó más que rogarle: —La medicina... por favor, dame la medicina...
Me puso el bolígrafo en la mano temblorosa. Apenas pude escuchar su voz helada: —Firma, y te doy la medicina.