Alba no había dormido bien. La noche anterior, después de volver a leer cada palabra de aquel contrato, había sentido que algo en su interior se apagaba. No había llanto suficiente para sacar de su pecho el peso de lo que Massimo le había “exigido” por escrito. Ni siquiera sabía si dolía más el contenido o la frialdad de verlo firmado y sellado como si fuera un trámite cualquiera.
A primera hora de la mañana, antes de que los niños se despertaran, tomó el móvil y lo bloqueó en todas partes; quería pensar sin tener que hablar con él. No quería arriesgarse a escuchar su voz, no cuando aún podía quebrarla en un segundo. No quería que las manos que le temblaban por rabia se convirtieran en manos que temblaban por necesidad.
—Si llama, no le pases el teléfono —ordenó a la niñera antes de salir—. Ni hoy ni mañana. Ni nunca… hasta que yo lo diga.
La mujer asintió, algo incómoda. Alba sintió que su cabeza dolía cada vez más y apenas estaba empezando el día. Ignoró la punzada de culpa por impl