Ernesto insistió en invitarla a comer algo rápido. Alba, agotada pero con ganas de seguir riendo un rato, aceptó. El café era pequeño, con luces cálidas y olor a pan recién horneado. Ella hablaba de sus hijos y Ernesto la escuchaba con genuino interés, preguntándole cosas y riendo de las anécdotas más simples.
—¿Sabes? —dijo él, apoyando el codo en la mesa—. De verdad no mereces dejar que alguien arruine tu vida más tiempo, Alba —tomó su mano con cuidado—. Mereces que te miren como si fueras lo más importante en la habitación, que te apoyen, que te hagan reír cada día de esta vida.
Alba se quedó en silencio un instante, sintiendo un nudo en la garganta. No estaba enamorada de Ernesto, no podía sentirlo como más que un buen amigo, un buen hombre, pero había algo sanador en su forma de verla. Era gratificante que no la juzgara, no le exigiera, no tratara de controlarla con mentiras. Solo… estaba ahí.
—No sé si estoy lista para eso —admitió, alejando sus manos—. No