Lía cerró la puerta de la suite con un portazo y quedó frente a Massimo como un torbellino rojo. Estaba furiosa, frustrada y molesta de haberlo encontrado tan tranquilamente charlando con Alba. La mujer sorbió por la nariz, mientras contenía las lágrimas en sus ojos con el rostro rojo de enfado.
—¡Tenemos que hablar, Massi! —le clavó el dedo en el pecho—. ¡Tenemos que hablar de nuestro hijo!, de cómo me abandonaste en Milán y de…
—Lía, no tengo nada que hablar y sobre ese embarazo, ¿le dices… nuestro? —bufó él—. Explícame cómo existe si usamos protección cada vez que dormimos juntos, por no hablar del hecho de que fui muy claro: no quiero hijos.
Ella ladeó la cabeza, sonrisa quebradiza, estaba molesta, estaba rabiosa y Massimo lo sabía, pero él estaba aún más molesto que ella con todo aquello.
—Cada vez no —Lía sonrió—, cariño, la noche que llegamos de la cena, bebiste y estabas… demasiado entregado, así que me dejé llevar —recordó— o quizás solo sucedió porque el destino quiere que e