La primera caja que Alba abrió en su nuevo hogar tenía una etiqueta torpemente escrita: cocina, tal vez baño. Rió sola mientras el sol de la tarde iluminaba su pequeña pero acogedora sala. Después de vivir en el hotel un par de semanas se había dado cuenta de que necesitaba un lugar que llamar propio, por eso ahora que al fin tenía un espacio suyo se sentía feliz y sintió que su vida realmente estaba comenzando otra vez. Siguió desempacando con entusiasmo mientras sus hijos gritaban desde el segundo piso.
—¡Esa es mi habitación! ¡Mamá dijo que la que da al jardín era mía!
—¡Mentira! ¡Tú elegiste primero en el hotel!
Alba puso los ojos en blanco con una sonrisa. Así eran los comienzos: caos envuelto en papel de burbuja. Pero mientras colocaba algunos platos en la alacena, una sombra de melancolía se deslizó en su pecho. Massimo, él no estaba allí para ver todo lo que pudo haber sido. Para ayudarla, para celebrar. Para crecer y aunque por momentos lo extrañaba, se repetía como un mantra: