Alba acomodó la bufanda alrededor del cuello y miró la puerta del apartamento de Ernesto antes de tocar. Hacía dos días que se había desatado el caos y, desde que él se había declarado culpable para protegerla, la prensa le dedicaba titulares agresivos y su teléfono no dejaba de sonar con peticiones de entrevista.
Había aprovechado aquel tirón sin lugar a dudas, pero Alba sabía que la tormenta no había hecho más que empezar; así que necesitaba agradecerle de frente y también—aunque le pesara admitirlo—vigilar que no se hundiera solo. Ernesto abrió enseguida. Ojeras violáceas contrastaban con la sonrisa cansada que le ofreció.
—¿Hora de inspección? —bromeó, apartándose para dejarla pasar—. Sigo vivo, descansando estos días que no tengo grabación, pero todo bien.
—Quería ver con mis propios ojos que no estuvieras cayendo en la locura —respondió ella, depositando sobre la mesa dos cafés humeantes. Tomó aire—. Ernesto… sé que te complicaste la vida por mí.
—Lo volvería a hacer —él alzó un