El amanecer del día siguiente fue incluso mejor que el anterior. Apenas había teñido de rosa las fachadas de Roma cuando Massimo abrió los ojos. Por un instante creyó haber soñado la noche anterior: el camino interminable hasta la colina, la puerta que se abrió sin preguntas, el temblor del reencuentro y el abrazo que selló silencios de años. Entonces sintió la mano tibia de Alba apoyada sobre su pecho y comprendió que todo seguía allí, latente y real.
No quería mover un músculo y romper el encanto, pero un leve rumor procedente del pasillo le recordó que los niños ya estaban despiertos. Se deslizó con cuidado fuera de la cama para no despertarla. Alba, sin embargo, esbozó una sonrisa adormilada y murmuró:
—Ve. Yo bajo enseguida.
Massimo se enfundó unos pantalones deportivos y, descalzo, recorrió el pasillo inundado por la luz dorada que entraba por los ventanales. En la cocina, Kiara sostenía un paquete de harina de avena como si fuera un tesoro, mientras Fabri rebuscaba en un cajón