La casa que antes estaba llena de objetos para parejas se sentía ahora completamente vacía.
No quedaba rastro de vida.
Tan limpia, tan impoluta, como si esperara silenciosamente la llegada de un nuevo dueño.
La pared de fotos favoritas de Fiona… cada imagen suya había desaparecido, arrancada con cuidado, como si nunca hubiera existido.
Diego sintió que alguien le había vaciado el pecho a cuchillo.
Ya transformado en su forma humana, con la ropa hecha jirones, caminó como sonámbulo hacia la recámara que compartían.
Ni un solo cabello de Fiona quedaba allí.
Aferrado a la última chispa de esperanza, abrió el cajón donde solía guardar sus cosas.
Dentro, descansaba su reloj de pulsera, cuidadosamente doblado.
Debajo, una tarjeta.
“Te deseo felicidad. De verdad.”
Eso era todo.
Fiona era considerada.
Tan considerada que se fue sin dejar una huella.
Tan considerada… que todavía se despidió deseándole felicidad.
Pero ¿cómo se supone que iba a ser feliz o estar bien, si ya no tenía a Fiona?
Dieg