Me casé con el hombre equivocado
Me casé con el hombre equivocado
Por: Scarlett Summers
001 - ¡Es mi hermana!

Samanta

—¡Maldito desgraciado! ¡¿Cómo pudiste hacerme esto?! ¡¿Con mi hermana?!

Le grité con toda mi rabia. Y mi mano, sin pensarlo, voló hasta su cara. El golpe sonó seco. Duro. Merecido.

Matías se quedó quieto. Con la boca abierta. Como si no entendiera nada.

Qué falso. Qué cínico. Que asqueroso.

¡Yo los vi! No necesitaba que me explicara nada.

Y aun así… él intentaba fingir.

—No, Samanta… no es lo que crees… —dijo, estirando la mano hacia mí, como si pudiera arreglar algo.

Y entonces apareció ella.

Mi hermana.

Con el vestido arrugado, el maquillaje corrido y los labios… hinchados.

Los labios que él había besado.

—Sam… por favor… déjame explicarte…

—¡No me toques! —grité, dando un paso atrás—. ¡No me hablen! ¡No me miren! ¡Son basura los dos!

Mi voz se rompió. Retumbó por todo el salón.

Y yo… seguía vestida de novia.

El vestido blanco aún brillaba bajo las luces.

Las flores, las copas, la música suave… todo seguía igual.

Como si no se hubiera roto mi vida.

Tres horas.

Solo habían pasado tres malditas horas desde que me casé con Matías.

Y ya estaba atrapada en una pesadilla de mentiras e infidelidades.

—Sam… por favor… tranquilízate —suplicó él.

—¡No me tranquilizo una m****a! ¡Te vi! ¡Los vi! ¿Sabes lo que me hiciste? ¿Saben lo que me hicieron?

Las miradas se clavaban en mí.

Invitados. Mesoneros. Familiares.

Todos escuchando. Todos mirando.

Todos disfrutando del chisme.

—¿Fue ella la que gritó?

—¿La novia?

—¡Ay, Dios mío…!

Mi hermana.

Mi bebé. La niña que defendí en la escuela.

A la que enseñé a maquillarse. A caminar con tacones.

La que me llamaba “Sammy” con esa voz dulce.

¿Ella? ¿Con mi esposo? ¿El día de mi boda?

—¡Está loca! —susurró alguien.

—¡Qué escándalo!

Y entonces apareció ella.

Mi suegra. 

Con ese caminar elegante y ese desprecio en los ojos.

Se acercó a mí, me apretó el brazo con fuerza.

—¡Contrólate, niña! —dijo con voz fría—. ¿Qué espectáculo estás dando?

—¡Su hijo es un cerdo! —grité, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Se acostó con mi hermana! ¡El mismo día de nuestra boda!

Ella abrió los ojos.

Y me abofeteó.

El golpe fue tan fuerte que me giró la cara.

Me quedé paralizada.

Me ardía la piel.

Pero el alma… el alma me sangraba.

—¡Cállate! —gritó—. ¡No sabes lo que dices!

Levanté la cara. Las lágrimas me ardían, pero no bajé la mirada.

La miré fijo. Llena de rabia. Llena de dignidad.

—No se le ocurra volver a tocarme —le solté, con la voz firme, temblando por dentro.

Y le devolví la cachetada.

El golpe sonó fuerte. Seco. Como un trueno.

Y el salón entero se quedó en silencio. Nadie se atrevió a respirar.

—¡Dios mío! —gritó ella, llevándose las manos al rostro—. ¡Matías! ¿¡Viste lo que me hizo esta mujer!?

La gente empezó a acercarse.

Murmullos por todos lados.

Dedos señalándome.

Caras horrorizadas.

—Está loca…

—Qué pena, pobre Matías…

—Qué vergüenza…

«¿Pobre Matías?», esa gente estaba mal de la cabeza por ponerse del lado de ese asqueroso cerdo.

—¿Dónde está mi papá? —pregunté, con la voz rota, buscando entre la gente.

Nadie respondió.

Silencio.

Un vacío que me aplastó el pecho.

—Sabía que no era buena para ti —dijo el padre de Matías, cruzado de brazos—. Te lo advertí.

—¡¿Qué están diciendo?! —grité—. ¡¿YO soy la loca?! ¡¿YO?! ¡¿La que encontró a su esposo cogiendo con su hermana?!

—¡Cuidado con tu boca! —soltó la suegra.

—¡¿Mi boca?! ¡Ya no queda nada limpio después de esto!

Ángela se tapó la cara.

Falsa. Cínica. Ni una palabra. Ni una disculpa.

—Matías, haz algo. ¡Controla a tu esposa! —ordenó su madre.

Y él… explotó.

—¡YA BASTA! —gritó.

Se vino hacia mí, me agarró del brazo con fuerza.

—¡Vámonos!

—¡No me toques! —grité, forcejeando.

—¡No es el lugar, Samanta! ¡Estás haciendo un show!

—¡El show lo hiciste tú, metiéndote en esa habitación con mi hermana!

—¡CÁLLATE! —rugió, apretándome más.

Intenté soltarme. No podía.

La gente nos rodeaba. Algunos grababan. Otros solo miraban.

Nadie ayudaba.

—¡Me estás lastimando!

Y él no me soltó.

Y yo… ya no tenía fuerzas.

Solo tenía el dolor.

La rabia.

Y el corazón hecho pedazos.

Matías me arrastró del brazo por el pasillo del hotel como si fuera un saco de basura. No le importaban los flashes, los cuchicheos, ni las miradas horrorizadas. Solo caminaba. Rígido. Furioso. Como un toro desbocado.

Yo apenas podía seguirle el paso. Tropezaba con el vestido. Con los tacones.

Con las lágrimas que me nublaban la vista.

—¡Suéltame! —grité.

Pero él no se detuvo. Ni me miró.

Me llevó directo a la suite nupcial.

La habitación decorada con rosas, velas y detalles románticos.

El lugar donde debíamos hacer el amor. Donde debía empezar nuestra historia. Y que ahora... era un infierno encerrado entre cuatro paredes.

Apenas cerró la puerta, me empujó contra la cama. No llegué a caer, pero tuve que afirmarme con las manos para no irme al suelo.

—Lo que hiciste allá afuera, Samanta —escupió con rabia—, no pienso perdonártelo jamás.

—¿¡YO!? —grité, ahogada en lágrimas—. ¿¡Tú me hablas de perdón!? ¡Te acostaste con mi hermana, maldito enfermo!

Matías bufó, burlón. Como si yo exagerara.

—Tu hermana vino sola. Se ofreció. ¿Qué querías que hiciera? ¡Soy hombre!

Me dieron ganas de vomitar.

No por lo que había hecho.

Por cómo lo decía. Por la frialdad en su voz.

—¡Eres mi esposo! ¡Mi maldito esposo!

—¿Y qué? —dijo, acercándose—. ¿Tanto drama por una puta? Eso no significó nada.

—¡Sí, claro! ¿Y ahora vas a decir que me amas, que soy el amor de tu vida?

Se rió.

Una carcajada seca, vacía, venenosa.

—Por favor. ¿De verdad pensaste que esto era por amor?

Lo miré con el alma hecha trizas.

Y entonces lo dije.

—Quiero el divorcio.

Mi voz tembló. Pero no me retracté.

Matías se burló en mi cara.

—¿Divorcio? ¿Y perder mi entrada al Grupo Sandoval? ¿Tú estás loca?

Me quedé congelada.

—¿Qué dijiste?

—Lo que oíste —se acercó más, como un lobo oliendo sangre—. Tu papá me ofreció un trato. Ya estaba harto de ti. Según él, eras un estorbo. Una hija vieja, caprichosa, que solo sabe gastar.

—¡Eso es mentira! ¡Mi papá me ama!

—¿Sí? Como amó a tu mamá, ¿no? Hasta que la dejó por su secretaria veinte años menor. Igualito que cuando te mandó a aquel internado… bien lejos, después de que la desequilibrada de tu madre se quitó la vida.

—¡Cállate! ¡No hables así de mi mamá!

—Hablo como me da la gana. A tu papá solo le importan los negocios. Y tú… solo eras parte del trato.

Sentí que el mundo se me hundía.

No podía respirar. No podía pensar.

El hombre con el que me casé... no era humano. Era un monstruo.

—Así que deja el drama, limpia esas lágrimas y empieza a actuar como lo que eres: la esposa obediente que todos esperan ver.

Me levanté. El vestido pesaba. El alma también.

Lo miré. Y por primera vez… sentí que lo odiaba.

Con cada fibra de mi ser.

—Vete al carajo, Matías. Esto no se va a quedar así.

—Ya veremos —respondió con desprecio, dándome la espalda como si yo no valiera nada.

Caminó hacia la puerta para irse. Como si la conversación ya le aburriera. Como si yo fuera un negocio cerrado.

Pero entonces…

TOC. TOC.

Golpes secos. Fuertes.

Matías frunció el ceño.

—¿Quién carajos jode ahora? —gruñó, y se fue directo a abrir.

Abrió de golpe.

Y su cara… cambió por completo.

Se puso pálido. Tenso. El cuerpo se le endureció como una estatua.

—¿Tú? ¿Qué haces aquí? —escupió, como si acabara de ver a un fantasma.

Levanté la mirada.

El corazón se me detuvo.

Allí estaba.

Adrián Weiss.

Alto. Elegante. Traje negro a medida. Cabello rubio oscuro. Ojos grises como el invierno. Mandíbula firme. Mirada de acero. Presencia de rey.

Mi ex.

Mi primer amor.

—No vine a hablar contigo —dijo Adrián, sin mirarlo.

Su voz era grave. Firme.

Ese acento alemán que me erizaba la piel.

Avanzó. Matías ni se movió.

Nadie lo detenía cuando caminaba así.

Sus ojos se clavaron en mí.

Y el mundo… se detuvo.

—Samanta —dijo, con la voz baja, suave, como si solo existiéramos él y yo—. ¿Estás bien?

Me temblaron las manos.

No sabía qué decir. Qué pensar. Qué sentir.

Tantos años sin verlo. Tantos silencios.

—Sí —susurré—. Ahora sí lo estoy.

Adrián dio un paso más.

Matías seguía inmóvil, con el ceño fruncido.

La puerta quedó abierta.

Y el pasado… acababa de volver.

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