006 - Rosas

「Narrador」

—¡Y seguimos con el tema del momento! —exclamó la conductora con una sonrisa venenosa y los ojos brillando de morbo—. ¿Qué pasó realmente en la que se suponía iba a ser “la boda del año”? ¡Apenas tres horas después del ‘sí, acepto’… la novia hizo un escándalo que dejó a todos boquiabiertos!

Detrás de ella, en la pantalla gigante, corría un video difuso, grabado con un celular, donde se veía a Samanta en su vestido blanco gritando, abofeteando a su esposo, y luego enfrentándose a su suegra en medio del salón lleno de invitados.

—Según fuentes cercanas, la heredera del Grupo Sandoval encontró a su flamante esposo, Matías Belandria —sí, el CEO de Belandria Holdings— ¡teniendo relaciones con su propia hermana! —agregó el panelista, llevándose teatralmente la mano a la boca.

—¡Con la cuñada! —repitió otra, escandalizada—. O sea, ¡esto no es un drama turco, señores, esto es la alta sociedad mexicana!

Rieron todos, pero era una risa podrida, afilada, del tipo que se alimenta del sufrimiento ajeno.

—Y por si fuera poco —intervino otra voz femenina, más joven y mordaz—, minutos después del escándalo... ¿quién apareció en la escena? ¡Nada más y nada menos que Adrián Weiss! El exnovio de la novia.

—¡Ay no! Esto se va a poner bueno —dijo el conductor—. ¿Será que la señorita Samanta buscará consuelo en brazos extranjeros? ¿Se vengará del infiel?

—A mí lo que me intriga —añadió la más veterana, alzando una ceja— es… ¿dónde estaba Leopoldo Sandoval mientras su hija armaba todo ese circo?

—¡Seguiremos investigando! —concluyó la conductora, guiñando un ojo a la cámara—. Porque aquí, nada se nos escapa.

—Basta de basura —gruñó Adrián, apagando la radio de un manotazo.

El silencio llenó el habitáculo del auto, solo interrumpido por el ronroneo constante del motor.

Iba conduciendo por Reforma, con la luz del sol reflejándose en el parabrisas como lenguas de fuego. Su mandíbula estaba tensa. La mano en el volante, firme, inflexible. Las venas del antebrazo marcadas como un mapa de rabia.

—Maldita porquería de gente —masculló entre dientes—. Se alimentan como buitres de la desgracia ajena.

Apretó el volante un poco más fuerte.

La imagen de Samanta, vestida de novia, rota, temblando frente a todos esos ojos… volvía a repetirse en su mente como una pesadilla. 

El internet estaba plagado de videos de la boda.

Miró brevemente el retrovisor, como si su propia conciencia estuviera sentada en el asiento trasero.

—Juró que haré todo lo que esté mis manos, para que Belandria pague por lo que te hizo —murmuró, bajando la velocidad mientras se acercaba al estacionamiento subterráneo de su edificio.

***

El ascensor se abrió con un ding agudo que reverberó en el pasillo silencioso.

Los tacones de Samanta resonaron como latidos firmes sobre el mármol pulido del piso 33. Vestía un conjunto negro impecable, sin una arruga, con gafas oscuras y labios color sangre. Elegante. Imponente. Digna.

Las miradas no tardaron en clavarse en ella.

—¿Esa no es…?

—¿La del escándalo?

—No puede ser… ¿y viene aquí? ¿Así, como si nada?

Los murmullos eran cuchillos disfrazados de susurros. Las secretarias fingían revisar papeles. Los ejecutivos fingían que hablaban por teléfono. Pero todos… todos la miraban.

Samanta no parpadeó.

Elevó la barbilla, cruzó el hall principal como si llevara una corona invisible. Ni un solo titubeo. Ni un paso inseguro.

Había llorado. Su alma se había desgarrado. Pero ahora…

Ahora era fuego contenido bajo una piel de hielo.

Frente a la gran puerta de madera tallada, respiró hondo.

Golpeó dos veces.

—Adelante —dijo la voz al otro lado, grave, autoritaria, sin afecto.

Samanta abrió.

Y ahí estaba él. Su padre. Leopoldo Sandoval. Traje gris claro, corbata burdeos, whisky sobre la mesa. Sentado tras un escritorio de nogal que parecía un trono moderno. Frío. Inamovible.

Cuando la vio, frunció el ceño con molestia, como si acabara de entrar una plaga en su despacho.

—¿Qué demonios haces tú aquí, muchacha? —soltó con un tono que no admitía cariño—. Tú deberías estar en tu luna de miel, disfrutando con tu esposo, no desfilando por la oficina como una estrella de reality show.

Samanta no respondió enseguida.

Avanzó, y cada paso fue una herida abierta sosteniéndose en tacones.

Se detuvo frente al escritorio. Lo miró a los ojos.

Leopoldo bebió un sorbo de whisky sin apartar la mirada.

—¿Qué pasa ahora? ¿Vienes a llorar? ¿A quejarte como una niña caprichosa?

—Solo quiero saber la verdad —dijo ella, con voz firme, aunque por dentro… dolía—. Quiero que me mires a los ojos y me digas por qué me entregaste a ese hombre.

Él bufó una risa seca.

—¿Y ahora eres mártir? ¿Olvidaste que eras tú la que quería casarse con él?

—Tú nos presentaste. Tú lo trajiste a mi vida —susurró Samanta, tragando la rabia—. ¿Por que? ¿Con que fin?

—Porque alguien tiene que tomar decisiones en esta familia. Tú ya tienes casi treinta, Samanta. No ibas a pasarte la vida llorando por ese noviecito europeo que te dejó como una estúpida. Matías era un buen partido. Guapo. De buena familia. Ambicioso. ¿Qué más querías?

—Quería amor —escupió ella.

Él se rio. Cruel.

—¿Amor? Por favor… El amor es para los pobres. Para los ignorantes. Las mujeres como tú deben pensar en alianzas, no en mariposas en el estómago.

Samanta sintió una punzada en el pecho. No sorpresa. Dolor ante la confirmación.

Matías había dicho la verdad. Su padre la había vendido.

—¿Por qué lo hiciste? —insistió, la voz quebrándose solo un poco—. ¿Fue por la empresa? ¿Por dinero? ¿Por estatus?

Él bebió otro trago.

—¿Importa?

Samanta lo miró con los ojos húmedos, pero aún altivos.

—Me jodiste. Me casé con un hombre que se acostó con mi hermana… ¡el día de nuestra boda!

—Ay, por Dios… —gruñó él, girando hacia la ventana—. No serás la primera ni la última mujer a la que un hombre le pone los cuernos. Deja de andar llorando por una pendejada y asume tu rol. Eres su esposa. Es tu deber sostener este matrimonio.

—¿Mi deber? ¿Mi deber es tragarme la traición? ¿El dolor? ¿La humillación?

—¡Sí! —bramó él, girándose hacia ella con el rostro encendido de rabia—. Porque eso es lo que hacen las mujeres. Te crié para liderar una empresa, no para hacer escándalos mediáticos. Ya es suficiente.

Samanta apretó los puños. Su mundo temblaba. Pero ella no.

—Yo no provoqué ese escándalo, papá. Lo provocó tu hijita, por metrese con mi esposo. Salió igual que la madre, una completa zorra roba maridos.

El bofetón de Leopoldo resonó en la oficina.

—Y tú te revolcaste con tu exnovio al día siguiente—disparó él, afilado como un puñal—. No te vengas a hacer la digna.

Samanta palideció al llevarse la mano hacia la mejilla que le ardía por el golpe.

—¿Cómo...? ¿Quién te dijo eso?

Leopoldo se encogió de hombros.

—Ay, querida, yo me entero de todo. Así que te advierto: ni se te ocurra volver a involucrarte con ese alemancito de m****a, que no le costó dejarte tirada paa largarse a jugar al empresario. No vas a destruir lo que tanto me costó construir. Eres una mujer casada. ¡Compórtate como tal!

Ella respiró hondo.

—Lamento decepcionarte, papá —dijo con voz helada—. Pero lo que tú construiste… está lleno de basura.

Se giró y salió de la oficina, con el alma ardiendo y los ojos secos.

***

Samanta

El perfume fue lo primero que me golpeó. No era el mío. No ese rastro suave de vainilla y almizcle que dejaba en cada rincón. Era otro. Más intenso. Dulce hasta el mareo. Floral. Como si el aire estuviera saturado de un romanticismo artificial que se me pegaba a la piel.

Fruncí el ceño.

Entré al penthouse arrastrando los pies, con los tacones colgando de una mano y las piernas a punto de rendirse. Cerré la puerta sin siquiera mirar atrás y solté un suspiro que llevaba horas contenido. Solo quería dormir. O llorar. O desaparecer por un rato.

Pero entonces lo vi.

Me detuve en seco.

Flores.

Dios mío… había flores por todas partes.

Rosas. Rojas. Perfectas. Dispuestas en jarrones de cristal tallado, en floreros que ni siquiera recordaba tener, sobre las mesas, los aparadores, el piano, las repisas. Incluso en el suelo. Pétalos cubriendo el mármol blanco como una alfombra de sangre perfumada.

Mi estómago se encogió.

No entendía nada. Caminé, aturdida, con los pies descalzos sobre esa alfombra floral, sintiendo cómo cada paso crujía en un silencio que no me pertenecía.

Sobre la mesa central había cajas de regalo apiladas como si fuera Navidad. Papel dorado, lazos de satén, joyeros abiertos con collares, pulseras, relojes suizos. Una botella de vino tinto. Dos copas. Chocolates belgas.

Y en medio de todo, una pequeña tarjeta con la imagen de Santorini. Letras negras. Tinta húmeda. Para Samanta.

Mi corazón se me trepó a la garganta.

¿Acaso todo aquello era obra de Adrián?

Él conocía mis fantasías ridículas de niña rica: vino, chocolate, flores, silencio. Recordó que Santorini era mi obsesión adolescente, que soñaba con casarme en una villa frente al mar Egeo, vestida de blanco y descalza, con el atardecer haciéndome parecer algo más que una sombra.

Me acerqué con los dedos temblando.

No quería ilusionarme, pero ya lo estaba haciendo.

Toqué el papel.

—Bienvenida a casa, amor.

Me congelé.

Esa voz.

No. No podía ser.

Me giré de golpe, con un espasmo en la espalda y la sangre hecha hielo.

Y ahí estaba él.

Matías.

Perfecto, como siempre. Camisa blanca remangada, copa de vino en una mano, el celular en la otra, y esa sonrisa de actor publicitario que tantas veces me había hecho olvidar hasta mi nombre. No podía negar que era jodidamente guapo.

—¿Qué haces tú aquí? —escupí, dando un paso atrás.

—Por favor, mi amor… soy tu esposo. Obviamente el portero me dejó entrar. ¿Quién va a negarme el paso a la casa de mi esposa?

Mi casa.

Mi refugio.

Y ahora parecía un maldito escenario.

Tragué saliva, con la garganta seca.

—Esto es invasión —dije, sin reconocer mi propia voz—. No tenías derecho.

Él sonrió, como si yo fuera una niña haciendo un berrinche.

—¡Oh vamos, mi vida! ¿Aún sigues molesta? Pensaba que después de nuestra conversación de esta mañana, las cosas estaban bien entre nosotros —respondió con esa calma que usaba para volverse el hombre bueno de la historia—. Mira a tu alrededor, Sam… ¿no es hermoso?

No supe qué decir.

No supe qué sentir.

Porque una parte de mí… quería que fuera real.

—Estás cruzando un límite —susurré, sintiendo cómo me temblaban las piernas.

Matías avanzó, tranquilo. Seguro. Como si todo estuviera planeado.

—Solo quiero recuperarte —dijo, y bajó un poco la mirada, como si el remordimiento le pesara—. Cometí un error, lo sé. Un error horrible. No tengo excusas. Pero quiero demostrarte que estoy arrepentido. Que te amo. Que estoy dispuesto a todo por ti.

Me dolía escucharlo.

Porque lo seguía amando.

A pesar de todo.

A pesar de mí.

—¿Y por eso llenaste mi casa de cosas? ¿De lujo? ¿De flores? ¿Crees que puedes comprar mi perdón?

Me escuché decirlo. Y dolía. Porque parte de mí quería perdonarlo.

Quería una excusa. Una razón para hacer como que todo no había pasado.

—No es eso —susurró—. Es mi manera de pedirte una segunda oportunidad. Sé que lo arruiné. Ya te lo dije. Sé que no me crees. Pero estoy dispuesto a irme de rodillas hasta mi casa, si es necesario.

—Te acostaste con mi hermana.

La frase salió como un golpe de martillo.

Él cerró los ojos.

—Y no habrá día en que no me lo reproche —dijo, dando otro paso—. Pero tú también… tambien me fuiste infiel, Sam. Con tu ex. A las horas de nuestro matrimonio. No soy el único que falló.

—Ya hablamos de esto, esta mañana. No pienso pedir disculpas por haber hecho algo que tu propiciaste —dije. Y las lágrimas ardieron en mis ojos. Pero no las dejé salir.

Matías bajó más el tono.

—Y aun así… aquí estás. Y aquí estoy yo. ¡Estamos vivos! Samanta. Seguimos aquí. Y eso… eso significa algo.

Lo odiaba.

Con todo.

Y sin embargo… lo quería.

Lo quería tan estúpidamente que me daba asco.

—No quiero presionarte —dijo entonces, girándose hacia la mesa—. Solo quería sorprenderte.

Sacó un sobre beige con relieves dorados. Lo abrió con cuidado, como si dentro guardara un secreto.

—¿Te acuerdas de ese lugar del que me hablaste una vez? Ese resort escondido entre los acantilados de Santorini… el que tenía vista privada al mar, con piscinas infinitas y cenas al atardecer…

Sentí que el suelo se me movía.

Santorini.

Se lo había dicho una sola vez. Una sola.

Y él… se acordaba.

—Reservé una villa para nosotros. Solo tú y yo. Siete días. Sin teléfonos. Sin prensa. Sin familia. Solo nosotros. Como debió ser desde el principio.

Extendió el sobre hacia mí.

No lo tomé.

Solo lo miré.

Y sentí que todo dentro de mí se partía.

—No sé si esto es lo correcto —murmuré, bajando la mirada.

—Yo tampoco —respondió él—. Pero quiero intentarlo. No por tu padre. No por la empresa. Por nosotros. Por ti.

Me rozó la mejilla.

Y no me aparté.

—Te amo, Samanta. Tú eres lo mejor que me ha pasado. No quiero perderte. Dame una oportunidad. Una sola. Si no funciona… te dejo en paz. Te lo juro.

Todo era tan bonito. Tan perfecto.

¿Entonces por que lo sentía tan falso?

No lo sabía.

Solo sabía que estaba cansada de pelear contra lo que sentía. Contra el pasado. Contra el presente. Contra mí.

—¿Cuándo salimos? —pregunté, y mi voz me sonó distante. Rota.

Él sonrió, triunfante.

—Mañana por la mañana. El jet está listo. Las maletas ya están preparadas. Solo falta que me digas sí.

Cerré los ojos y asentí con la cabeza.

No sabía si acababa de rendirme o de traicionarme a mí misma.

Pero en el fondo, algo en mí lo sabía:

¿Acaso, esta vez, el infierno vendría con pétalos de rosa?

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