A la mañana siguiente, antes de que saliera el sol, Silvina y su madre ya habían sido despertadas por la abuela Torres para que limpiaran el patio y prepararan todo para la llegada de los invitados.
Silvina no dijo ni una palabra. Se levantó en silencio, se lavó el rostro con agua fría y empezó a ayudar a su madre con las tareas.
Sabía muy bien que, si no lo hacía, todo el trabajo recaería en su madre.
Nadie más de la casa movía un dedo, a pesar de que ese día venía la familia del prometido de Benita a pedir su mano.
Ni su tío ni su tía hicieron el mínimo esfuerzo por levantarse temprano.
Si todo salía bien, ellos se llevarían la gloria.
Y si algo fallaba, toda la culpa caería sobre Señora Torres.
Silvina hacía tiempo que había comprendido la verdadera cara de todos en esa casa.
Si no fuera porque su madre insistía en quedarse, ella ya se la habría llevado lejos de ese nido de víboras.
Estaba apenas dejando la fregona a un lado cuando afuera comenzaron a sonar petardos.
¿Solo por una