Rosa, al ver que Leonel no respondía, aún insistió con desesperación:
—¿Me has amado alguna vez?
Leonel soltó una risa fría.
—¿Tú lo mereces?
Una ráfaga de viento otoñal levantó el borde de su gabardina.
Todo a su alrededor parecía tan perfecto, tan hermoso, casi como un sueño.
Pero en el suelo, Rosa ya no podía ver ninguna de esas bellezas. Su rostro se tornó pálido y todo su cuerpo comenzó a temblar.
Unas pocas palabras habían bastado para destruir todas sus esperanzas.
—¿Y amas a Silvina? —preguntó de nuevo, obstinada. Si ella no podía tener a Leonel, tampoco quería que Silvina lo tuviera.
Lo que ella no conseguía ni podía destruir, tampoco permitiría que Silvina lo disfrutara.
Leonel escuchó la pregunta y sonrió con calma.
—Si no la amara, ¿por qué estaría aquí?
Al oír aquella respuesta, Rosa sintió que el pecho se le oprimía. Un sabor metálico subió por su garganta y, de golpe, escupió sangre.
—¡No! ¡No puede ser! ¡Leonel, no puedes amarla! ¡Ella no lo merece! —rugió con furia—.