El convoy de camionetas negras se detuvo frente a una casa rodeada por altos árboles, en una zona alejada del bullicio de la ciudad. Las luces de los vehículos cortaban la oscuridad como cuchillas.
Dante fue el primero en bajar, con paso firme, los ojos clavados en la fachada de la casa. Llevaba el abrigo oscuro abierto, la camisa negra arremangada y la pistola asegurada en la espalda.
Alonzo descendió detrás de él, revisando el perímetro con la mirada fría y calculadora. Se acercó a Dante con la enfermera aún medio temblando, tomada del brazo por uno de los hombres.
—Hermano —murmuró Alonzo, señalando hacia la entrada—. ¿No te parece extraño que haya dos guardias armados custodiando una casa que se supone que es de un medicucho de baja categoría?
Dante asintió lentamente, sin apartar la vista.
—Demasiado extraño.
Hizo una seña con la mano y sus hombres se desplegaron, cada uno tomando una posición estratégica, apuntando sin mostrarse. Era una danza de sombras y acero.
Dante y Alonzo