Lunes, nueve de la mañana.

El Palacio de Justicia de Madrid se alza ante nosotros como una fortaleza de mármol blanco, sus columnas imponentes proyectando sombras largas bajo el sol matutino de octubre. Pero hoy, la majestuosidad arquitectónica queda opacada por el circo mediático que nos espera en las escaleras.

Decenas de periodistas, cámaras y fotógrafos se agolpan detrás de las barreras policiales, sus voces creando un rugido ensordecedor que se intensifica en el momento en que nuestro coche se detiene frente al edificio.

—¿Estás lista? —me pregunta Max, su mano ya posada en la manija de la puerta.

—Tanto como se puede estar para esto —respondo, ajustando mi chaqueta negra y respirando profundamente.

El abogado Calderón nos había preparado para este momento. La atención mediática sería intensa, nos había advertido. El caso había captado la imaginación pública: una conspiración empresarial que culminó en intento de asesinato, protagonizada por una mujer obsesionada, un ex-amante ma